EL MONÓLOGO DE CARLOS ALSINA

Monólogo de Alsina: "Lo relevante no es si Trump cumple una promesa, sino si su decisión ayuda a arreglar el conflicto palestino-israelí"

Donald Trump ha eclipsado por un día al más frívolo y estrambótico de los políticos españoles. Carles Puigdemont Casamajó. Turista en Flandes. Trump y Jerusalén. La ciudad que es símbolo de tantas cosas para los judíos, los musulmanes y los cristianos. La ciudad que tantas veces quiso ser ejemplo de convivencia entre gentes y culturas distintas y que tantas veces acabó siendo escenario, y coartada, para una guerra, y otra guerra, y otra guerra. Desde hace tres mil años.

ondacero.es

Madrid |

Oh, Jerusalén. No es mal fin de semana para releer a Dominique Lapierre y Larry Collins.

Ya lo habrá escuchado usted: que Trump reconoce Jerusalén como la capital de Israel. Y a lo mejor, al escucharlo, usted —que bastante tiene con lo suyo y no está pendiente cada día de la historia del mundo— habrá dicho: ¿pero es que Jerusalén no era ya la capital de Israel? Pues mire: para los isralíes sí. Para el resto del mundo, a medias. ¿Por qué? Porque es una ciudad reclamada como capital por los israelíes pero también por los palestinos. Cuando la ONU —año 47— decidió la partición de Palestina en dos estados le dio a Jerusalén un estatus especial, de ciudad bajo control internacional. El estado israelí ubicó su capital provisional en Tel Aviv y allí abrieron sus embajadas casi todos los países. Luego vino la primera guerra, y la segunda, y la tercera. Y un conflicto que se ha eternizado y que tiene en Jerusalén una de sus disputas más sensibles.

Un año después de llegar al cargo, Donald Trump cambia la posición de Estados Unidos sobre la capitalidad del estado israelí y, en adelante, y para Estados Unidos, Jerusalén pasa a ser la capital a todos los efectos. Y si alguna vez llega a existir un Estado palestino soberano e independiente, que se pongan de acuerdo los palestinos con los israelíes sobre los límites de la ciudad y la consideración de su parte oriental, el Jerusalén Este que Israel se anexionó en el 67.

La decisión no tiene, en realidad, ningún efecto práctico sobre la realidad de la ciudad (para Israel es su capital desde el año 50). Lo que sí tiene es un efecto inmediato sobre el papel que hasta ahora ha tenido Estados Unidos en este conflicto que dura setenta años. Y sobre los actores que hasta ahora han ejercido la mediación.

Trump recoloca su país y toma partido de manera expresa por una de las partes: se alinea con el gobierno israelí a pesar de la petición expresa que recibió de la Presidencia palestina. Y al hacerlo, anula a los Estados Unidos como mediador a los ojos de los palestinos y de la mayoría de los países árabes.

Lo de menos, aquí, es su Trump está cumpliendo una promesa electoral. Hacer promesas no significa que sea bueno cumplirlas —depende de lo que uno haya prometido—. Lo relevante aquí es para qué sirve este paso.

Ésta es la pregunta pertinente: ¿ayuda la decisión a arreglar lo que durante setenta años no se ha arreglado? Porque Trump puede decir, no es el único, que toda la negociación, los planes de paz, los acuerdos firmados y luego incumplidos, desde el año 90, por fijarnos en aquella Conferencia de Paz que acogió Madrid, no han servido para hacer realidad el diseño que la ONU hizo en el 47: un estado Palestino, un estado Israelí. Y puede decir, y lo dice, que hace falta un hombre audaz (que es como él se ve a sí mismo) para cambiar el tema de conversación y darle la vuelta al enfoque.

Pero, precisamente por eso, la cuestión sigue siendo: ¿tiene su decisión algún efecto benéfico en el conflicto eterno? ¿Contribuye a acercar la salida por la ha abogado la ONU, la Unión Europea, Rusia, los Estados Unidos, la solución de los dos estados? ¿Garantiza una mejoría, aunque sea pagando el precio de dinamitar el cuarteto?

Esto es lo que cabía esperar de un discurso tan relevante como el de anoche. Y esto es lo que no hubo. Trump hace una apuesta y pide un acto de fe. Cambiemos el guión, dice. Y en efecto, lo cambia. Pero sin alcanzar a explicar qué espera exactamente que traiga consigo el cambio.

Que dice Puigdemont que, de momento, no vuelve. Y muchas ganas de volver incluso cuando le hayan elegido diputado tampoco parece que tenga este hombre.

Ayer se regaló a sí mismo una actuación ante la prensa para celebrar que ya no pesa sobre él orden de detención europea. Lo atribuyó a la falta de fundamento de la acusación de rebelión que le hace el Tribunal Supremo y exprimió todo lo que pudo —en su derecho está— el gatillazo de la Justicia española con la orden de entrega. Tan verdad como que el juez Llarena podrá investigar a este señor sin límite alguno (sin límite belga alguno) el día que vuelva es que si este señor no vuelve no habrá manera de investigarle ni de juzgarle por nada. Se le fue la mano a Puigdemont, siempre sobreactuado, en su acusación de cobardía al Estado español —a día de hoy quien ha mostrado bien poco valor es él, largándose a Bruselas de incógnito y negándose a dar entrevistas a ningún medio medianamente crítico— y dejó de responder a la pregunta principal: ¿se compromete ante sus votantes, ante el pueblo de Cataluña al que usted dice que representa, se compromete a volver?

Pues va a ser que no. Toda la prisa que tuvo por salir corriendo ha dejado de tenerla por regresar alguna vez. La sombra de una larga pena de cárcel disuade a este ex gobernante grotesco de poner un pie en el Parlamento autonómico. Si al final se queda a vivir en el bosque belga, no pongan cara de sorpresa porque ha quedado claro cuales son, para este ciudadano, sus prioridades. Primero, la impunidad. Segundo, la impunidad. Tercero, la impunidad. Y luego ya, lo de implementar la República y todo eso.

De aquí al día 21, al PDeCAT le interesa que Puigdemont siga con su numerito de expatriado. En las encuestas rentabiliza la pamema. La última de El Periódico habla ya de casi empate entre Esquerra y el PuigDeCat. Con Ciudadanos en la tercera plaza y mayoría absoluta para los independentistas. Cada día, una encuesta, cada día, un escenario.

Y a partir de esta noche, los debates. Calienta ya Turull para sustituir a su líder espiritual, el fugado, en las televisiones que exigen que los candidatos hagan acto de presencia (nada de debatir por skype desde la arboleda). Turull se ocupará de recordar que él acaba de salir de prisión para evitar que Esquerra patrimonialice la experiencia carcelaria aprovechando que su líder, Junqueras, aún no ha salido.

El compañero de celda de Turull, que es su colega de partido Rull, contó ayer que la vida en prisión, además de dura, es aburrida. Se apuntaron a francés, jugaron al pin y pon (digo al pin pon) y se tragaron series de televisión por un tubo. A ver, la cárcel no es plato de gusto para nadie. Estés un día o estés veinte años. Y nunca te acostumbras. Pero si tu mayor queja sea que las hamburguesas la hacen muy pasadas, que la comida produce flatulencias y que la serie de mayor calidad es “Rex, el perro policía” se confirma que no había razón para equiparar las cárceles españolas a las turcas.

Salvo que Puigdemont no tiene intención de conocer ni las otras ni las unas.