Miren lo que ha pasado en la Cámara Alta: para tener allí grupo propio, con tiempo de intervención propio en los plenos y con subvención también propia, hay que haber conseguido al menos diez senadores. Convergencia sacó seis y Esquerra Republicana, otros seis. Se siente, ninguno de los dos tuvo respaldo electoral suficiente. Pero bastaba con que se hubieran hermanado cordialmente, que se hubieran hecho un Junts pel Sí en el Senado, para tener doce senadores y un grupo para ellos solos. Subráyese uno. Uno, que no dos. Junts pel grup.
Hombre, coherente habría sido. Estos dos partidos concurrieron juntos a las autonómicas catalanas y han formado mismo gobierno también juntos. Tienen un mismo programa de gobierno (la independencia de Cataluña por las bravas) y aspiran también a lo mismo en el congreso y el senado: trabajar desde dentro de las instituciones para promover la rebeldía a esas mismas instituciones. Tanto los diputados de Esquerra como los de Convergencia tienen como tarea legislar, elaborar las leyes que rigen en toda España. Pero a la vez que legislan avisan de que la única legalidad que reconocen en su territorio es la que apruebe el parlamento autonómico, ate usted esa mosca por el rabo.
Son pareja consolidada en Cataluña y pretenden los dos, lo mismo. Pero pudiendo haber celebrado su gozoso matrimonio en el Congreso y el Senado de España han escogido, calculando calculando, que les sale más a cuenta tener dos grupos en lugar de uno. Necesario no era que el PSOE acudiera en socorro de los independentistas firmándoles el renting de cuatro diputados para que tengan dos grupos (dos, que no uno) y para que tengan también la oportunidad de mostrarse, en adelante, como gente agradecida. Por eso es más controvertida la decisión que ha tomado Pedro Sánchez.
Por más que sus lugartenientes se ocupen de decir que no hay contraprestación alguna, que es sólo cortesía, los usos y costumbres de esa cámara —todo esto que ya han dicho— esto que ha consumado el líder socialista es un pacto con los dos partidos independentistas, con Junqueras y Artur Mas, como la copa de un pino. Y es ya un hecho, que esto es lo relevante: ha pasado de la declaración de intenciones --negociar acuerdos con todos los demás partidos, excepto el PP—- al primer hecho concreto, la primera decisión con consecuencias visibles. El PSOE ha pactado con Esquerra y Convergencia la cesión temporal de cuatro diputados para que puedan tener aquello que querían, dos y no uno. La pregunta que, por pura lógica política hay que hacerse hoy, es a cambio de qué. Cuál es la contrapartida que los dos agraciados se han comprometido a dar a Pedro Sánchez. Y donde más va a repetirse esa pregunta, donde más chirría este primer hecho consumado, es en los despachos socialistas que no ocupan ni Sánchez, ni Luena, ni Meritxell Batet ni Oscar López. En los despachos de dirigentes socialistas que marcaron como línea roja la negociación con Podemos mientras o renunciara al derecho a decidir y, con mayor motivo, la negociación —-no digamos ya el acuerdo—- con quienes van mucho más allá del derecho a decidir y han proclamado su determinación para romper, en año y medio, la integridad territorial de España.
Sanchez arriesga. A los medios de comunicación, a los comentaristas, podrá intentar convercerles de que no es una concesión al independentismo, ni el germen de una alianza contra natura. Pero a sus compañeros de partido, curtidos, bregados en el arte de maquillar la realidad porque ellos mismos se han dedicado profesionalmente a ellos, a sus compañeros barones y asimilados va a ser imposible torearles. Sánchez tira millas sabiendo que va a ser interpretado como un desaire. El próximo episodio de este serial de riesgo va a ser la respuesta que los desairados —veremos cuál, cuándo y cómo— darán al todavia aspirante a la presidencia.
El ejercicio de funambulismo con el que Pedro Sánchez aspira a llegar a la Moncloa —o llega vivo o se despeña— sigue adelante. El hombre en el alambre ha recorrido sus primeros metros y sin soltar la pértiga ha hecho una pirueta. Es dudoso que alcance a estar en condiciones de consumar la siguiente. Puigdemont, el nuevo presidente catalán, se apunta a la muletilla ésta del búnker. Negarse a atender las demandas independentistas convierte al gobierno central ---entiende él— en una institución bukerizada.
En su entrevista de anoche en la televisión gubernamental catalana, TV3, emitida también por la radio en la que colocado de director a su socio en una empresa editora ---no llega a compañero de pupitre pero se le parece bastante, Saul Gordillo---, explicó el presidente catalán que él no se siente representante del Estado en Cataluña. Que no se siente, aunque sabe de sobra que lo es y que la definición de su cargo tiene poco que ver con los sentimientos.
Se sienta o no se sienta resulta completamente indiferente. Es el representante del Estado y a esa responsabilidad también se debe. Si no quería tenerla no haberse pedido presidente. Puigdemont, se siente.