Monólogo de Alsina: "Quién querría estar en la piel de los padres de Alfie, decidiendo si aceptar el criterio del hospital"
No sé si a usted le pasa. Pero cuanto más sé de la historia de este chavalito británico, Alfie, más agradezco no estar en la piel de los padres, de los jueces, de los médicos.
La abrumadora responsabilidad de tener que decidir sobre algo tan desgarradamente difícil. La vida frágil, pequeña, precaria, de un crío que aún no ha cumplido dos años. El sufrimiento de ese niño. El sufrimiento de los padres. El sufrimiento, distinto, pero también real de los médicos.
Los padres son Kate y Tom. Lo fueron, padres, muy jóvenes. Con dieciocho años. Alfie nació en mayo de 2016. Un bebé de piel muy blanca y el pelo tirando a rubio. Fue un bebé con las cosas de los bebés. Que si duerme poco. Que si está inquieto. Que hoy le toca rabieta. Que igual está creciendo poco. Hasta diciembre no empezaron los problemas serios. Los espasmos. Las convulsiones. Los ojos en blanco. Y las pruebas. Y los análisis. Y las visitas cada vez más frecuentes al hospital infantil Alder Hey en su ciudad, que es Liverpool. Antes de que terminara 2016 ya había sido ingresado indefinidamente. Enfermedad neurológica degenerativa, fue el diagnóstico. Si es que puede llamársele diagnóstico, porque los médicos lo que le dijeron a los padres es que el mal que sufría su hijo era un misterio. Como si algo estuviera destruyendo día tras día su cerebro.
Kate y Tom, los padres, veinte años, recién salidos, ellos, de la adolescencia se ven inmersos en la vida diaria de hospital. A una infección le sigue otra infección. Su hijo conectado a un respirador artificial. Los ojos cerrados. Inconsciente. Enfrentados los padres a una sucesión de términos médicos, de especialistas que les tratan con la mayor de las delicadezas pero al final de cuyas explicaciones siempre aparece la conclusión que ningún padre puede nunca querer oír: no hay cura, no habrá mejoría, no hay esperanza. Nunca podrá arreglarse todo lo malo que —no es culpa de nadie— le ha ocurrido al pequeño Alfie Evans. Los médicos informan a los padres y les hacen saber que prolongar la vida, frágil, de su niño, frágil, es hacerle pasar por un sufrimiento innecesario. Por más que se aminore su dolor, que se intente paliar su estado, no hay más horizonte —antes o después— que la muerte.
Quién querría tener que ser ese médico que informa a los padres seguro de estar haciendo lo mejor para el niño.
Quién podría querer estar en la piel de esos padres, enfrentados a la decisión de aceptar el criterio del hospital o plantarle cara en un juzgado.
Kate y Tom se encerraron consigo mismos y con sus reflexiones. Pensaron, seguro, en qué era lo mejor para su hijo, lo más digno, lo más justo.
Y empezaron a recorrer el camino que antes recorrieron otros padres en el Reino Unido. Porque allí la palabra de los padres no es la última. Porque allí, en caso de discrepancia entre padres y médicos, decide el juez.
Como les pasó a Lanre y Takhesa Haastrup, los padres de Isaias. Once meses. El cerebro dañado desde el nacimiento, conectado desde el primer día a un respirador artificial. El día que se lo retiraron aún vivió siete horas respirando él solo.
Como les pasó a Chris y Connie, los padres de Charlie Gard. Diez meses. Una enfermedad de origen genético, incurable. Intentaron llevárselo a los Estados Unidos. Los jueces dijeron que no había lugar. Un viaje que añadía sufrimiento a un pequeño paciente para que la esperanza no existía.
A Alfie Evans, el niño de Kate y Tom, le desconectaron anteayer. Por decisión judicial. Un médico había explicado que, dada su condición, moriría probablemente en pocos minutos. Alfie, sin embargo, siguió respirando él solo. Para sorpresa de los médicos, es verdad. Aguantó mucho más de lo que ningún médico esperaba.
Los padres solicitaron permiso al juez para llevarse al niño a un hospital infantil de Roma gestionado por el Vaticano. Les dijeron que allí podría tener una esperanza. El Papa se implicó personalmente para que al niño volvieran a conectarle las máquinas y lo subieran a un avión que lo llevara a Italia. El juez dijo, como pasó con Charlie, que no veía sentido a prolongar una situación irreversible. "Es un caso desesperadamente triste", escribió, "no hay esperanza alguna de que Alfie pueda mejorar". Y cuando el abogado de los padres le recordó que el crío es un ser humano, el juez le interrumpió para decirle que no era preciso el recordatorio: sabemos que es un ser humano y ninguno tenemos aquí la superioridad moral.
Cuanto más sabe uno de la historia, más agradece no estar en la piel de quienes han tenido que elegir. Creyendo, todos ellos, que elegían lo mejor, o lo menos malo, para este crío que poco a poco se va.
Hay quienes buscan en cualquier historia hacer batalla entre el bien y el mal. Aquí están los buenos, estos son los malos. Aquí los padres, peleando por su hijo, ahí los médicos que lo querían matar. Algunos viven cada minuto que Alfie respira como si fuera una victoria de los defensores de la vida sobre el gélido hospital. Un año y cuatro meses han estado los médicos de ese hospital tratando de aliviar la situación de su pequeño paciente.
Buenos y malos. O al revés, ¿verdad? Aquí los médicos que intentar acabar con el sufrimiento del niño, ahí los padres, religiosos, que se lo quieren prolongar. ¿Tanto cuesta entender que ellos creen estar dándole la oportunidad que los médicos saben que no tiene?
¿Acaso será pecado, Santidad, entender por igual a los padres que creen hacer lo mejor para su hijo manteniéndolo con vida que a los padres que creen hacer lo mejor para su hijo permitiendo que su vida termine ya? Andrea Lago, doce años, ¿se acuerdan?, los padres agradeciendo al juez que mediara para que se acabara la agonía de su hija en un hospital.
Madres y padres obligados a tomar la decisión más insoportablemente difícil de sus vidas. Decidir sobre la vida de tu hijo. Madres y padres. Y médicos. Y jueces. Sobre la vida y sobre el sufrimiento. No existe la victoria. No ganan unos y pierden otros. En la historia de una pérdida no se conjuga el verbo 'ganar'.