OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "Sobre el padre Román todavía no hay sentencia, pero la "omertá" en la Iglesia quedó probada hace mucho tiempo"

“Qué fácil es violar niños”, dice la carta…

...“qué fácil es hacerlo y decir encima que son ellos los que mienten. Qué banalidad más terrible creer que alguien inicia un proceso judicial tan tortuoso como éste por una recompensa económica, o por tener fama, o porque hablen de él en la televisión. Pobres almas desquiciadas, que aún no han entendido que la justicia existe también para aquellos que, por ser curas, han podido creer que se encontraban por encima del bien y del mal”.

ondacero.es

Madrid |

Esta carta la escribió, en 2016, un hombre de veintiséis años. Que dos años antes había sido animado por el papa a denunciar ante la justicia los abusos sexuales que, según su testimonio, padeció durante tres años en Granada a manos de un cura llamado Román. Continuaba diciendo la carta:

"El perfil del cura violador es muy sencillo. Un psicópata, desequilibrado, que ha crecido con carencias afectivas y que solo se siente hombre cuando abusa de otros. Necesita que sean menores y tengan confianza en su persona. Te va metiendo en su red viciada de perversión de forma tan sibilina que no te des cuenta de cómo estás siendo manipulado, ultrajado por un sujeto que abusará de ti sin piedad. Te aisla socialmente para hacerte sentir solo, vacío e inútil. Para que tengas presente que sólo él, tu violador, te quiere y te valora. Es él quien merece tu confianza porque todo te lo ha dado por el gran amor que te profesa, el amor de padre y de hermano".

Hoy en la Audiencia Provincial de Granada comienza el juicio a Román Martínez Velázquez de Castro por abuso sexual continuado, más conocido como el padre Román. El juez instructor lo situó al frente de un grupo de sacerdotes al que se dio en llamar el clan de los romanones. Aprovechaban, según el juez, la catequesis o la asistencia de los monaguillos en las misas que oficiaban para introducirles en prácticas sexuales. La denuncia la hizo hace tres años este joven cuya identidad permanece protegida y al que se ha dado el nombre ficticio de Daniel. Aunque llegó a haber once imputados, sólo será juzgado Román Martínez porque el juez instructor dio por prescritos los posibles delitos del resto. Hoy será interrogado el procesado, el miércoles lo hará Daniel —el denunciante— y el viernes Francisco Javier Martínez, el arzobispo. Además de cuarenta testigos que incluyen a los peritos de la policía científica.

Román Martínez ha negado siempre las acusaciones. Su abogado sostiene que es inocente sin el menor género de duda. Su abogado adelanta que será el propio acusador quien se ponga en evidencia en juicio que hoy comienza, que quedará retratado como mentiroso y manipulador, que probarán que intentó chantajear al arzobispo y que engañó al Papa cuando le dijo que su único deseo era que no hubiera otras víctimas. Y que la investigación judicial ha sido inquisitorial y sesgada.

Estaremos a lo que diga la Audiencia Provincial de Granada cuando emita sentencia. Será el tribunal el que establezca los hechos probados y las responsabilidades penales que, en su caso, hubiera.

A Román Martínez, sacerdote, se le juzga sólo por lo que presuntamente hizo él. Durante los tres años en que Daniel formó parte de su grupo de estudiantes.

Si el Papa, en su momento, creyó en el testimonio de este joven y ordenó al obispado que colaborara con la justicia e iniciara su propia investigación interna no fue sólo por lo que Daniel le contó y cómo se lo contó. Fue también porque este papa, como le ocurrió al anterior, ha asumido que en el seno de la iglesia, en ciudades distintas, colectivos diversas, seminarios, internados, parroquias, se han estado produciendo durante décadas abusos a menores —desviaciones lo llamaron los autores y sus superiores, delitos graves lo llama la justicia, pederastia, violaciones— que han dinamitado el crédito moral de la institución. No sólo por la existencia, tan extendida, de los abusos. También por el silencio, la complicidad y el encubrimiento que fue norma de conducta en la jerarquía hasta hace no tantos años. Wojtila tapó y el primer Ratzinger se resistió a destapar.

Sobre Román Martínez todavía no hay sentencia. La omertá, por el contario, quedó probada hace mucho tiempo.

Que dice el portavoz del gobierno vasco que ya le ha pedido a la televisión autonómica que tome medidas para que no se vuelvan a emitir programas con contenidos “potencialmente ofensivos”. Potencialmente. Defina usted “ofensivos”, Erkoreka. Porque si quita de su programación todo lo que pueda ofender a alguien, igual se le queda en las raspas.

El gobierno autonómico vasco se pone al frente de la manifestación —asumiendo que la televisión la controla él, ovbiamente— que ya ha sido eliminado de la programación el programa éste que pretendía ser gracioso, “yo soy euskaldún, ¿y tú?”, y que ha desatado una formidable tormenta política un mes después de haber emitido su capítulo dedicado a escuchar lo que un grupito de españoles vascos que hablan euskera opinan sobre España y el resto de los españoles.

Ha eliminado el programa y lo ha retirado de la página web, no tanto para que no moleste como para que no pueda ser visto por quienes ahora han tenido noticia de su contenido. La dirección de EiTB sostuvo que el vídeo con fragmentos del programa que se ha difundido en las redes está sesgado y mal subtitulado, que no capta ni el espíritu ni la esencia del programa, pero…a la vez que decía todo eso lo ha retirado de la web. No hay más preguntas, señoría.

Éste un caso paradigmático de programa, francamente simplón, en el que se pretende hacer guasa caricaturizando a los demás y en el que quienes peor quedan son los que salen diciendo pavadas. Que si al escuchar la palabra España piensan en “opresión”, que los españoles son muy catetos, que al oír el himno dan ganas de vomitar. Este tipo de vomitonas tan elevadas. Sale una selección de presuntos representantes de los euskaldunes —-pobres euskaldunes— retratándose ellos, regocijados, en su arrogancia deshinibida y su desahogada ignorancia.

No sólo por la memez ésta de clasificar a los cuarenta y siete millones de habitantes de España en cuatro categorías: el facha, el progre, la choni y el cateto. Sobre todo, porque estos que salen ahí haciendo sus deposiciones hablan de “los españoles” como si ellos fueran daneses, cuando lo cierto es que son señores y señoras tan españoles como yo. Que ni son portavoces de los vascos ni son representantes de lo vasco. Tampoco de quienes hablan euskera. No debiera elevarles nadie a la categoría de lo que nunca han sido. En lugar de “yo soy euskaldún” debería haberse titulado “yo soy un necio”, y además hablo euskera, pero eso da igual a estos efectos.

El programa es garbancero y cutre, caben pocas dudas al respecto. Y obliga a preguntarse, y éste vuelve a ser el asunto de fondo, para qué se supone que existen las televisiones públicas. ¿Para qué hacen falta y para qué no? Esto lo hace TVE y, en efecto, arde Troya.

Ahora, prohibir preventivamente todo lo que pueda ofender a alguien, como hace Erkoreka, no parece que revele una idea de la libertad de opinión muy arraigada.