Monólogo de Alsina: "Todo empezó en Siria, hace seis años, con una pintada contra Asad: 'Tu turno, doctor'"
El día que empezó, estábamos en otras cosas. Mirábamos a Japón: a los ingenieros que intentaban atajar el desastre de Fukushima.
“El peor escenario es el más probable”, había dicho Sarkozy, alimentando el temor a un nuevo Chebonyl. Mirábamos a la Moncloa: a la margarita mustia que deshojaba Rodríguez Zapatero, me presento de nuevo, no me presento”.
Mirábamos a Libia: al Gadafi del que se decía que había usado los aviones militares para atacar a la población civil…y la Europa que se había conjurado para derribarle. Aún aguantaría algunos meses más. Los últimos de su vida.
El día que empezó no estábamos mirando a Siria.
Hablábamos de Fukushima, de Gadafi y del futuro incierto de Zapatero cuando un grupo de estudiantes de instituto hizo, con tinta roja, su pintada. Contagiados de aquello que el mundo llamó la primavera árabe —había caído el dictador tunecino, había caído en Egipto Mubarak— varios adolescentes de una ciudad siria escribieron en un muro: "Es tu turno, doctor". Donde el "turno2 significaba que le había llegado la hora y el "doctor" era, claro, el dictador de su país, un hombre de 46 años llamado Bashar el Asad.
Bashar, el oftalmólogo sin interés por la política que había completado sus estudios en Londres y al que sólo la muerte en accidente de su hermano mayor convirtió en heredero del régimen opresor de su padre. Bashar el que hablaba bajito, el modernizador, el aperturista, el amigo de Occidente que llegaba para democratizar su país, todo eso se decía cuando llegó al poder en el 2000.
"Tu turno, doctor", escribieron aquellos chavales.
Ninguna guerra comienza porque unos críos hagan una pintada. La chispa que hace saltar un conflicto requiere de un clima previo lo bastante inflamable para que el fuego prenda. En el relato, heroico, que rescribió la oposición a Al Assad en los meses siguientes a aquel incidente, la pintada en el instituto sería recordada como el detonante de cuanto vino luego.
A la pintada siguió la llegada de la policía buscando a los autores. Las detenciones de estudiantes. Los malos tratos a críos de trece o catorce años en la comisaría. Las protestas de los padres, de los compañeros, de los vecinos, de los profesores.
El primer nombre contra el que se gritó, un tal Najib, primo del dictador y jefe de policía en la ciudad. Y el segundo nombre, Bashar el Asad, contra el que comenzó una revuelta en forma de manifestaciones que fueron reprimidas por la policía primero con gases lacrimógenos y, después, a tiros.
Una ciudad del sur, Deraa, convertida en capital de la revuelta.
La primera vez que le pusimos nombre a los represaliados por aquellas protestas fue dos meses después. Cuando supimos de Thamer y Hazam. Los dos amigos de quince y trece años desaparecidos en el tumulto que siguió a una manifestación. Desaparecidos durante días. Hasta que en junio la familia de Hamza recibió el cadáver del crío, cubierto de hematomas, y quemaduras, con disparos en los brazos, los dientes rotos, el rostro desfigurado.
Alguien grabó con un teléfono móvil aquel cuerpo destrozado. Y fue así como el pequeño Hamza, Hamza el Khatib, de pelo oscuro y cara redonda, se convirtió en el primer mártir de una revuelta que aún confiaba entonces en emular a las primaveras árabes de Túnez y de Egipto.
Seis años han transcurrido desde aquellos primeros días. Empezó como revuelta ciudadana, demandas de apertura, de libertad, de respeto a los derechos humanos. Derivó, primero, en guerra civil, después en campo de entrenamiento —e infiltración— para las organizaciones yihadistas (Al Qaeda y el Estado Islámico de Iraq y el Levante, como se hacía llamar entonces) y, finalmente, en guerra internacional con bandos múltiples, apadrinados los principales por potencias extranjeras rivales (Rusia e Irán, Estados Unidos, Francia y Turquía) y desafiados todos por el falso califato de Al Bagdadi, el Daesh. Aquel del que dijo Obama en 2014…en uno de sus errores de apreciación más graves, que no pasaba de ser un grupo amateur, un pelotón de propagandistas pretenciosos incapaces de poner en pie el estado ése que predicaban y cuya importancia no debía exagerarse. Estado islámico.
Si en 2011 fue el rostro del niño Hamza el icono del padecimiento, en 2015 fue el cuerpo del niño Aylán —camiseta roja, pantalones azules, boca abajo sobre la arena mojada de una playa— la imagen de la vida que arriesgan en su afán por alcanzar Europa miles de familias sirias en estampida. Arriesgar la vida para poder tener una vida. Aylán Kurdi, hermano pequeño de Galip, cinco años, también ahogado, hijo de Rehan, 35 años, también muerta.
Procedían todos de Kobani, en la otra punta de Deraa, norte del país, frontera con Turquía. Disputada la ciudad por los yihadistas de Estado Islámico y los peshmergas kurdos. En Alepo, un año y otro año y otro año, fueron el Frente Al Nusra y el ejército sirio quienes se disputaron el control de la mayor y más antigua ciudad del país. Dividida en dos, sufriendo a un lado la represión yihadista y al otro, la represión del régimen.
Fue en Alepo donde empezaron a juntarse ex combatientes, bomberos y profesionales de los ámbitos más diversos para formar el grupo de los cascos blancos. Los rescatadores que acuden al lugar que acaba de ser bombardeado en busca de supervivientes. Su labor fue filmada para un documental de Netflix que permite ver cómo ha sido el día a día de los barrios de Alepo bombardeados por los rusos. El crío que llora, impotente, ante el cadáver de su padre.
O el momento mágico en que, en medio de trozos de hormigón, cascotes, hierros y polvo blanco, un voluntario alcanza a ver la cabeza de un bebé que asoma de un agujero en el suelo. Y cabiendo sólo una mano en ese agujero, toma la cabeza del niño y consigue sacarlo, muy despacio, hasta tenerlo fuera.
Empezó hace seis años. Un día que estábamos hablando de otras cosas.
Seis años después, aún no ha acabado.
La guerra la ha ganado Bashar al Asad. El doctor para el que nunca llegó el turno.
La ha ganado Putin.
La ha perdido la población civil machacada por los unos y por los otros.
La ha perdido Obama y la ha perdido Europa. Europa indefinida, titubeante y tibia. Al encarar la guerra y al afrontar la huida que de esa guerra han tenido que realizar, por pura supervivencia, millones de refugiados sólo una parte de los cuales han llegado, en realidad, hasta nuestro territorio.
La ha perdido la oposición aquella que inició las primeras protestas. Diluida en la guerra civil y arrollada por la ofensiva yihadista que se apropió de la primavera y la hizo invierno, con las fosas comunes, los fusilamientos de cristianos y chiitas, de musulmanes cualesquiera que no sean lo bastante fanáticos, de rehenes occidentales degollados.
Para proclamar el final de esta guerra falta aprobar la asignatura pendiente: derrotar a Daesh. Acabar con el falso califato y con la potencia destructiva que aún tiene Al Bagdadi.
Para el califa, como para el doctor, no termina nunca de llegar el turno.
Holanda está votando. Eligiendo los 150 escaños de su nuevo Parlamento. Decidiendo si le dan la victoria a este hombre, Geert Wilders, líder de un partido que se llama de la Libertad y predica el cierre de fronteras y la animadversión al musulmán y el extranjero.
Primera cita electoral del año en la Unión Europea y primera prueba de resistencia al respaldo popular del socio de Marine Le Pen en Holanda.
En el día en que las empresas europeas ya saben que, por decisión del Tribunal de Luxemburgo, están legitimada a impedir que sus empleadas lleven velo. Recurrió una mujer belga despedida por negarse a trabajar con la cara descubierta y ha perdido el recurso. No es discriminación por religión, dicen los magistrados, dado que esta empresa cuenta con un reglamento interno aprobado por los trabajadores que establece que no pueden portarse símbolos religiosos de ningún tipo. Neutralidad en la indumentaria, lo llaman.
No dice el Tribunal que pueda prohibirse el velo con carácter general, pero sí que hay casos en los que la prohibición es legítima.
A la portavoz parlamentaria de Podemos no le gusta que se prohíba usar el velo en público.
Y al presdiente de los obispos tampoco le gusta: responde con una misma frase a dos cuestiones: el uso del velo islámico y la transmisión de la misa en la televisión publica.