OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "Temo que se nos vaya acabando el ánimo; el mayor enemigo de la esperanza es el cansancio"

Diario de la pandemia. Tres de abril. Ya queda un día menos para dejar todo esto atrás.

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Carlos Alsina

Madrid |

· Hubo una vez una cosa que se llamaba operación salida. Consistía en que las familias se echaban a la carretera, todas a la vez, camino de la playa o del pueblo de los abuelos para disfrutar allí de la Semana Santa. La Semana Santa era una cosa que pasaba en abril (o finales de marzo) y consistía en que los trabajadores tenían vacaciones en lugar de permisos retribuidos recuperables y se lamentaban viendo el mapa del tiempo porque siempre llovía. Los viernes como éste de hoy, la Dirección General de Tráfico informaba de cuántos guardias civiles iban a vigilar las carreteras y cuántos millones de desplazamamientos se esperaban. Nunca le encontré mucho sentido a contar a la audiencia lo de los millones de desplazamientos porque me parece un dato completamente inútil. Pero hoy pagaría por poderte contar ese dato, y a qué hora se esperan más retenciones, en lugar de contarte cuántos miles de nuevos contagiados van a producirse todavía y qué día se espera el colapso de las UCIs.

· Hubo una vez una cosa llamada elecciones autonómicas en el País Vasco y Galicia. Ahora están suspendidas, como la Liga. Y como el teatro. (Por citar dos actividades similares a la política). Esta noche habría habido mítines de cierre de campaña. Feijoo y Urkullu predicando las bondades de dejar las cosas como estaban. Me pregunto si después del recelo que hemos desarrollado todos a las aglomeraciones humanas seguirán existiendo los mítines. Pabellones deportivos llenos de gente apretujada que ondea banderas y aplaude cualquier cosa que le digan. Tal vez, en el futuro, los mítines sean telemáticos. O tele mítines. El político en medio del polideportivo, pero él solo. Pegando voces ante un auditorio vacío. El militante, cada uno en su casa, ondeando la bandera delante de una pantalla. Para esto hemos quedado.

· Me ha escrito Emilio, que vive desde hace dos años en Valencia pero tiene a la mujer y los hijos (¡seis hijos!) en Granada. Emilio está confinado en una residencia con nueve personas mayores que dependen de él para comer todos los días. Le noto muy orgulloso de sí mismo: ‘Los alimento como es debido’, me dice, ‘y les hago comidas atractivas. No he repetido una sola desde hace tres semanas’. Si Dios se esconde entre los fogones, como decía Santa Teresa, Emilio me cuenta que él le sigue buscando. Porque estos días tiene un par de preguntillas que hacerle.

· En una residencia de Madrid vive Marcos. Tiene setenta años. No se encuentra mal. A veces tose, sugestionado. Y le entra el pánico porque en su residencia han muerto cincuenta personas. Ha hablado con Amón en El Confidencial. ‘Tengo la impresión’, dice, ‘de que formamos parte de las personas a las que se puede sacrificar, los viejos. Nada tengo que reprochar al personal que me atiende. Se desviven. Se juegan la vida. Se contagian y, de repente, desaparecen. Pero la precariedad es desesperante. Como si esta residencia fuera un barco a la deriva lleno de infectados. Tenemos la sensación de encontrarnos to-dos a un paso del cementerio’.

· Mar me escribe para contar cómo cambió todo, en su día a día del confinamiento, el dieciséis de marzo. ‘Hasta entonces nos hacíamos una foto diaria de familia para documentar cómo llevábamos la cuarentena. Y la llevábamos bien. Pero ese día nuestro reloj se paró porque murió el abuelo Juan Miguel. 73 años. Sin patologías previas. Con un montón de planes que tenía hechos para 2020. En agosto iba a ser la boda de su nieto mayor. En noviembre, otra boda, la mía. Arruinado todo porque en el hospital de Leganés no pudieron salvar su vida’. Me dice Mar que la esposa del abuelo Juan Miguel está contagiada, aislada sola en casa y sin poder recibir un abrazo de consuelo. Y termina así su carta: ‘Me siento mal porque ya no salimos con el mismo entusiasmo a aplaudir a las ocho, ni me emociona escuchar el número de curados, ni canto el Facciamo porque nuestra vida, el día dieciséis, se quedó parada’.

· No creo que debamos sentirnos mal por sentirnos. Los sentimientos no se eligen. No hay culpa en el desfondamiento. El mayor enemigo de la esperanza es el cansancio.

· Temo que se nos vaya acabando a todos el ánimo. De tanto usarlo, como la canción de la Jurado. Que los memes dejen de resultarnos divertidos. Que se nos atraganten los vecinos (y nosotros a ellos). Que las ganas de aplaudir flaqueen. Y que el Resistiré se nos haga bola. Temo que no estemos preparados para una emergencia sin fecha de caducidad, la emergencia que nunca se termina.

· Leo esto que dice un cura desde Nápoles, sur de Italia: ‘Ya no se canta ni se baila en los balcones. Ahora la gente tiene miedo. No tanto del virus como de la pobreza’. Me pregunto si a las colas en los supermercados le seguirán ahora las colas en los bancos de alimentos.

· Intento hacer como el ministro Illa. Y como Fernando Simón. Contemplar los datos de cada día con perspectiva y buscarles las vueltas para poder proclamar cada mañana que lo peor ya quedó atrás. Porque los contagios han perdido velocidad. Porque hemos llegado a la meseta, como dicen ahora, eso que antes llamaban pico de la curva y que ahora llaman meseta porque en lugar de un día vamos a estar ahí arriba, con récord de casos, unas cuantas jornadas. Es verdad que nos contagiamos menos, que llegan menos enfermos a urgencias y que en algunos hospitales de Madrid la presión afloja. Pero no estoy seguro de lo que significa que lo peor ya pasó si lo peor se nos va acumulando un día tras otro día y tras otro día. No es sólo que haya cuatro mil nuevos contagiados (que a estas alturas pueden parecernos pocos), es que se añaden a los cien mil que ya han sufrido el condenado virus. No es sólo que tengamos novecientos cincuenta muertos un miércoles de marzo, es que llegan después de ochocientos diarios durante una semana.

· Estamos los primeros de la lista más desgraciada. Mide el número de fallecidos en comparación con la población total del país. Veintiún muertos por cada cien mil habitantes. Compartimos el primer puesto con Italia. Uno de cada cinco fallecidos en todo el mundo, uno de cada cinco, es nuestro.

· He pensado en lo de los ataudes. Si ha de preservarse la intimidad de las morgues o ha de verse en los medios los féretros alineados. Estremece la imagen, descorazona. Sé que no hace falta ver las cajas para saber que se nos siguen muriendo personas. Pero a la vez pienso que es esto, después de todo, lo que estamos contando cada día: cuántos ataúdes nuevos llegan a la Ciudad de la Justicia madrileña o al párking del tanatorio de Collserola. Es esto lo que el coronavirus y el desbordamiento de los hospitales, las funerarias y los crematorios nos está dejando como herida más honda: los restos mortales de cientos de personas sin nombre (novecientas al día) que no han podido ser ni honrados ni despedidos por sus familias. Y concluyo que no hay privacidad posible de romper en un féretro sin nombre. Y que es un féretro junto a otro, y otro y otro, en una pista de hielo y en las plazas de aparcamiento de un garaje lo que da la medida del horror de lo que nos está pasando.

· Creo que hay una diferencia entre desahuciar a los mayores por el hecho de tener ochenta años (negarles una cama de UCI) y atender a su deseo de agotar el tiempo de vida que les quede en casa. Lo primero es una rendición, el fracaso de la sociedad: para usted no hay respirador porque ya tiene una edad. Lo segundo es entender que hay ancianos que se saben morir y prefieren hacerlo acompañados y en casa que solos y entubados. Ignoro cuándo sabe uno que está muriendo y qué grado de certeza tiene ese sentimiento. Cómo siente, o sabe, una persona que no hay mañana.

· Noto al gobierno aliviado por poder presentar sólo trescientos mil parados nuevos en un mes, ‘sólo’. El consuelo estadístico es una forma de autoengaño. Hay 900.000 empleos menos y hay varios millones de trabajadores (igual todos los trabajadores) que temen por su puesto de trabajo. Pero también en esto nos dicen que lo peor ya ha pasado.

· Oigo a la ministra de Trabajo que hay ahora celebrar la existencia de este instrumento llamado ERTE que permite alegar causa de fuerza mayor para suspender contratos o reducir jornadas en lugar de despedir empleados. Y pienso en la ministra de Trabajo de antes (o de antes a la de antes), Fátima Báñez. Pienso en las piedras que le llovieron cuando explicó esto mismo hace ocho años. Ella era del PP, claro, no de Podemos. Una ministra del PP que promueve los ertes es enemiga de los derechos laborales, precarizadora. Una ministra de Podemos que promueve los ertes es aliada de los más vulnerables porque preserva sus empleos.

· He buscado en la hemeroteca cuánto se destacó en 2012 la herramienta de los ertes como medio para mantener empleos. Encuentro en la Vanguardia una entrevista a Báñez, que dice: ‘Hay que evitar a toda costa los despidos, dar la opción a los empresarios de recortar jornadas o suspender empleos sin recurrir al recorte de plantilla’. Al día siguiente, la opinión de los sindicatos: ‘Esta reforma laboral va a crear más parados que los que ya había’. Ocho años después, oigo al líder de ahora de UGT.

Y oigo a la ministra de Podemos invocar como fuente de autoridad a una señora alemana, conservadora, del partido de Ángela Mérkel.

Y me digo que no debería sorprenderse tanto la ministra. Fue el partido de Merkel, y sus recetas, quien inspiró la reforma laboral española de 2012. Claro que Ursula Von der Leyen apoya los ertes y la fuerza mayor. Lo raro sería que ella no los apoyara.

· Veo que el gobierno estudia permitir que se salga un ratito a la calle para sacar a pasear al niño. Tal como ha habido gente que alquilaba su perro, imagino que habrá gente que te alquile un niño. Voluntarios ofreciéndose a las familias numerosas para sacarles al chiquillo a dar una vuelta. Vecinos solícitos que nunca han soportado a los críos y cuyo instinto paternal, de pronto, aflora. Taboada fabulaba ayer con el listo del bloque que saca a pasear el carrito de la compra y se lleva la bolsita de recoger cacas para completar la mascarada. Uno un tipo que le puso una correa al perro de peluche creyendo que la policía es tonta. Y habrá alguno que le dé ahora la manita al Nenuco para salir a respirar mundo.

· Ana vive en Madrid y tiene un hijo de cinco años con trastorno del espectro autista. Después del caos de los primeros días, han conseguido establecer en casa una rutina. Informa la madre de que todo el mundo le dice que Miguel tiene la sonrisa más bonita del mundo. Y como prueba envía una foto. Sólo puedo decir que es verdad. En efecto, la tiene.

· Me ha preguntado una señora por qué en la tele estos días hasta la gente que es guapa sale fea. Le he hablado de los iluminadores y las maquilladoras. Dos colectivos profesionales que cualquier tertuliano que se precie debería tener siempre en su casa.

· Me ha llegado esta grabación de un joven con guitarra que se arranca por el Facciamo.

Gracias, Rafa, de los ‘Hombres G’. Y tengo una petición que me hace un profesor de secundaria y que traslado a quien corresponde.

Rafa de Hombres G nos manda un saludo y hace su versión del 'Facciamo fin tache'

El Ondas para Ombretta. Por habernos regalado, sin saberlo, este himno pegadizo que si no sube el ánimo, lo parece. Hagamos como que hoy hay operación salida. Con seis millones de embotellamientos. Facciamo, finta, che.

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