Con España de nuevo en estado de alarma y seis meses y medio por delante con nuestros movimientos limitados. Es decir, con España en estado de fracaso.
Imagino que a usted también le ha pasado. Escuchar al presidente Sánchez anunciar que ha decretado el estado de alarma y regresar emocionalmente al mes de marzo. Seguro que usted también se ha dicho a sí mismo, lamentándose: 'otra vez'.
Se cuente esta historia como se cuente, regresar al confinamiento (aunque sea confinamiento por horas) equivale a constatar que hemos fracasado. Ya puede el presidente repetir en cada frase sus nuevos y viejos salmos, 'unidos venceremos', 'cogobernanza', 'disciplina', 'moral de victoria', que estamos entrando justo en el escenario contrario a una victoria. El toque de queda es el último cartucho antes del confinamiento total… de nuevo. Un cartucho inesperado que se le ocurrió a Macron hace diez días y al que se confían ahora los gobernantes en España para no tener que recluirnos del todo.
En junio –-eso nos contaron-- se trataba de aprender de lo que nos había sucedido, de nuestras carencias, nuestros errores y poner los recursos necesarios (planes, medidas, reformas legales) para evitar que recayéramos. Si llegaba la segunda ola nos encontraría preparados para no tener que recurrir a las medidas excepcionales que se tomaron en marzo. Rápido ejercicio de memoria: éste es Sánchez, el 20 de junio (hace cuatro meses). Cuando celebraba que habíamos ganado.
El virus no es que volviera, es que nunca se fue. Si el objetivo era evitar que volviera a sacudirnos, hoy se puede afirmar, con frustración, que no hemos sido capaces. No lo hemos conseguido. Quizá dentro de algunos años, y con la perspectiva, descubramos que fuimos demasiado optimistas al pensar que estaba en nuestra mano parar una pandemia; o quizá descubramos que lo hicimos todo mal y que, en efecto, fue culpa nuestra, por no tomárnoslo lo bastante en serio; o quizá descubramos que fueron los gobernantes los que empeoraron la situación con sus dudas y sus vaivenes (y sus homilías interminables). Pero hoy, de momento, sabemos lo que sabemos:
La famosa nueva normalidad, queda claro, nunca tuvo nada de normal. Lo que Sánchez llamó nueva normalidad ha durado cuatro meses. Sólo uno más que el primer estado de alarma y dos menos de lo que va a durar el segundo. Ahora el estado de alarma va para seis meses y medio, según explicó ayer el presidente. Una situación excepcional planteada para más de medio año deja de ser excepcional. Así que demos la bienvenida a la ‘nueva nueva normalidad’: un país cuyo gobierno dispone de poderes extraordinarios y con toque de queda para los ciudadanos. (Ah, que no quieren que se le llame toque de queda. Llamémosle queda de toque. O toca de quedo).
Y moral de victoria, por supuesto.
La única razón que se ha dado para este nuevo estado de alarma es poder aplicar el confinamiento nocturno y las otras medidas que restringen derechos fundamentales (salir de una ciudad, por ejemplo) con la seguridad de que no vendrá un tribunal a tumbarlas. Es decir, liberar a los gobiernos autonómicos del enredo jurídico en el que andaban desde el mes de junio. O contado de otra forma: se recurre de nuevo a la medida máxima, el estado de alarma, porque dejó sin hacerse la puesta al día de las leyes sanitarias que el gobierno prometió en mayo. Otro rápido ejercicio de memoria:
El artículo 116 es el estado de alarma.
El presidente alega que la situación sanitaria es grave. Y tiene razón. Lo viene siendo desde hace semanas. Su gobierno sostiene que por encima de 150 casos por cien mi habitantes la situación ya es complicada. Cuando empezó septiembre estábamos por encima de los 200 casos. Hoy alcanzamos los 362. Fue un espejismo lo que Fernando Simón creía estar viendo hace diez días: el pico de la curva tras el que habría de empezar el descenso.
Hasta que cambió. Al día siguiente empezó a subir y en una semana ha pasado de 269 a 362. Ahora la esperanza es el toque de queda. Que curiosamente es una medida por la que le preguntaron a Simón el quince de octubre y no dio la impresión de que le pareciera muy útil.
Cerrando los locales pronto se conseguía el mismo efecto, aquella era la idea. (La idea de hace once días; la de hoy es que el toque de queda es imprescindible, durante seis meses y medio, y que por eso hace falta el estado de alarma). Sólo cabe esperar que, en efecto, sirva. Y que la velocidad de los contagios disminuya. Y los hospitales no se sigan llenando de pacientes. Y no tengamos que seguir lamentando cien fallecimientos diarios.
El presidente evocó ayer aquellos días en que los españoles salían a la ventana a las ocho de la tarde a aplaudir a los profesionales sanitarios. Evocó la solidaridad que se manifestó entonces, ante aquella situación inédita que fue la epidemia de marzo y el encierro en casa. Quizá espera que el estado anímico del país vuelva a ser aquel ahora que su gobierno anuncia seis meses y medio de dureza y excepcionalidad. Ocurre que ahora la situación ya no es inédita. Ya no cabe decir que nunca antes nos había pasado nada parecido. Ya no cabe decir que esto nadie lo vio venir.
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