Sufriendo la agonía de Trump y los últimos coletazos del trumpismo. O sea, la bronca, la mentira, la distorsión y la agitación como instrumentos de poder.
Fracasó el intento de un pelotón de insurrectos partidarios de Trump de impedir que el Congreso de los Estados Unidos certifique que el ganador de las elecciones fue Joe Biden. Las horas más insolitas (y bochornosas) de la vida política reciente de aquel país empezaron a las ocho de la tarde, hora española, con los primeros incidentes a la puerta del Capitolio y terminaron con la reanudación de la sesión parlamentaria.
Y el senador McConnell, republicano (y uno de los primeros que en noviembre se desmarcó de las maniobras marrulleras de Trump) explicando que el pueblo americano no merece menos que unas instuciones fuertes que repelan los comportamientos criminales.
Todo será que el efecto que hayan conseguido los insurrectos a los que Trump alienta es empezar a enterrar de verdad el trumpismo. Después de lo de ayer, cabe pensar que el Partido Republicano enterrará para siempre esta página tan poco presidencial de su historia.
Hasta que no haya jurado su cargo de presidente Joe Biden no se levantará el estado de emergencia en la ciudad de Washington.
America es mucho mejor que esto que hemos visto. La democracia es respeto, es decencia y es honor.
Lo que está sucediendo ahora, mismo, dos de la madrugada, en Washington es que sigue adelante la sesión que va a certificar que el próximo presidente es Biden. Con toque de queda en toda la ciudad por decisión de la alcaldesa.
Durante el toque de queda no se puede permanecer en el exterior. Si ves algo, dilo, pero quédate en casa. El comportamiento que hemos visto en el Congreso es vergonzoso, antipatriótica e ilegal.
Lo que estos asaltantes consiguieron por las bravas fue interrumpir –-que no impedir-- esta sesión. Que tradicionalmente es poco menos que una liturgia, un trámite, pero que esta vez ha sido el último campo de batalla elegido por Trump para cuestionar su derrota. De hecho, antes de que los fanáticos de ayer se metieran dentro del Congreso, lo que estaba ocurriendo es que algunos congresistas y senadores republicanos objetaban los resultados ofrecidos por Arizona.
No fue Trump, claro, quien ayer asaltó el Congreso de los Estados Unidos y humilló todos los símbolos de la democracia que encontró a su paso. No fue él, pero todos los que lo hiceron invocaban su nombre, decían hacerlo en su nombre, era Trump lo que llevaban escrito en sus gorras, en sus pancartas, en sus banderas, estaban allí porque era su forma de responder al aliento de Trump para salvar el país de quienes intentaban robárselo al pueblo.
Y si toda la reacción del presidente de un país al asalto que simpatizantes suyos están realizando en el Congreso es escribir un tuit ---¡un tuit!--- pidiéndoles que respeten a la policía es que en el fondo está encantado con el ruido. Y si muchos minutos después se decide a grabar una declaración en la que pide, sí, que la gente se vaya a casa pero manifestándole su respeto y su apoyo por resistirse al fraude electoral, entonces es que está bendiciendo la bronca y la insurrección.
Sois muy especiales, les dice a los que han protagonizado el asalto al templo político del país. Apreteu, apreteu. Y aún le quedan trece días de presidente a este peligro público.
De lo que sucedió ayer, lo primero es una constatación: la negligencia total del servicio de seguridad del Congreso, a cuya policía le corresponde velar por que el edificio sea preservado de ataques o asaltos. Se ve que nadie dio mayor importancia a la concentración de unas cuantas decenas de seguidores de Trump con ganas de hacer ruido. Apenas unos pocos policías, con unas vallas, guardando el orden fuera, y aún menos policías dentro del Capitolio para evitar que entrara nadie por la fuerza. Digamos que a los asaltantes les costó poco colarse hasta la cocina.
Lo segundo, una conclusión. No hay como ver a otros intentando sabotear el funcionamiento de las instituciones democráticas para entender hasta qué punto esas instituciones no sólo nos representan, sino que son la única representación verdadera y legítima de la voluntad de un país. Cuando grupos de individuos indignados deciden que el Parlamento de un país no representa al país, pasa esto: que se dan a sí mismos carta blanca para actuar como si fueran ellos, los que están gritan fuera, y no los diputados que están dentro quienes de verdad representan a la sociedad de ese país. (Algo de eso sabemos aquí). Pero es justo al revés: los senadores y congresistas que estaban dentro del Congreso son la representación de la sociedad estadounidense. Los indignados que estaban fuera (hasta que se metieron dentro) son quienes, amparados en la falsa coartada de la democracia real y el no nos representan pretenden sabotear las reglas democráticas para imponer las suyas, que no lo son. Una sociedad se gobierna a sí misma cumpliendo las leyes, no saltándoselas.
Las leyes se van a cumplir en los Estados Unidos. Los congresistas o senadores de Trump están en su derecho a objetar y debatir los votos electorales que han proclamado los estados. Como les dijo ayer el señor Pence: objetar es parte del proceso, pero la última palabra la tiene el Congreso, es decir, los representantes del pueblo americano. Trump puede revolverse cuanto quiera, puede disfrutar viendo el Capitolio cercado por personas que le adoran a él o asaltado por agitadores que están deseando acabar con la democracia real, pero el veinte de enero dejará de ser presidente. Si es que llega de presidente al veinte de enero.