OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "Vox quiere utilizar a Rajoy como prueba de que el PP fue tibio contra el independentismo"

En el Congreso, hoy, último debate de la legislatura que se acaba. En el Supremo, hoy, riesgo de que el juicio se convierta en un debate con los políticos declarando como testigos y con un partido político, Vox, ejerciendo la acusación popular.

ondacero.es

Madrid | 27.02.2019 08:18 (Publicado 27.02.2019 07:59)

Hoy ya sí el abogado de Vox podrá tocar balón. Los testigos han de responder a todas las partes personadas y están obligados a decir la verdad. Primer encontronazo, o eso se espera, con el testigo que abre la jornada, Joan Tardá, diputado en Cortes desde hace quince años que se ha pasado los últimos ocho meses exigiéndole a Sánchez que obligara a los cuatro fiscales del Supremo presentes en la causa a desdecirse de todas las acusaciones y dejar marchar libres de polvo y paja a sus colegas los líderes independentistas procesados. Nulidad de la causa e impunidad fue el precio que, sin disimulo, le puso Tardá al apoyo de Esquerra a los Presupuestos del Estado.

En el turno de mañana declaran Tardá, el profeta Artur Mas, la ex todopoderosa Soraya Sáenz de Santamaría (hoy derrotada en su propio partido) y el inefable ministro Cristóbal Montoro, al que han citado con reiteración los acusados como fuente de autoridad para alegar que no malversaron ni un euro de dinero público. Como Montoro presumía de controlar hasta el último céntimo, y como dijo que a él no se la podían colar, están las defensas deseando tenerle delante.

Para después de comer, la declaración más esperada. Rajoy. Por el poder que llegó a tener y porque va a ser objeto de fuego cruzado. Vox quiere utilizar a Rajoy como prueba de que el PP fue tibio, blando, derechita cobarde contra el independentismo. Y las defensas quieren usarle como prueba de que no existió ni rebelión, ni sedición, ni nada. Porque, de haber existido —dirán hoy— Rajoy habría tomado medidas mucho antes del 155. Cómo no iba a reaccionar el gobierno de España a una insurrección violencia y tumultuaria sin esperar a que se proclamase la República Catalana.

Le preguntarán, seguro, por aquel 10 de octubre de 2017, día de la extrema confusión. Recuerden: el día uno ha habido un referéndum ilícito con recuento oficial del gobierno catalán en la sede de Mediapro. El gobierno de Rajoy dijo que el referéndum no se había celebrado y punto. El día 3 salió el Rey a urgir a las instituciones a hacer cumplir la Constitución. El 8 fue la manifestación de Via Laitana. El 10, la comparecencia de Puigdemont en el Parlamento Catalán.

Para informar del mandato popular que, según él, salía del referéndum. La declaración de independencia. Pero para añadir que suspendía sus efectos.

Las horas que echamos todos debatiendo si el tal Puigdemont había declarado la independencia del todo o con freno pero sin marcha atrás. Debate al que se sumo Rajoy enviándole una carta para que se lo aclarara.

Hoy le preguntarán también por esto: si no le dio valor a la declaración del día 10, por qué sí se la dio a la declaración del día 27. No olviden que ayer la señora Forcadell, cumpliendo el guión que de ella se esperaba, sostuvo que la proclamación del día 27 que ella misma leyó, y que fue votada en urna secreta, era sólo una forma de hablar, sin consecuencia jurídica alguna. Fue el momento más lucido que tuvo ayer la fiscal Madrigal. Si las declaraciones de independencia no eran más que declaraciones, por qué Puigdemont pidió al Parlament que se suspendieran temporalmente los efectos.

La ex presidenta del Parlamento catalán se esforzó en retratarse a si misma ayer como una señora que pasaba por allí. La mujer que velaba por el debate democrático, para que se pudiera hablar de todo en la cámara. Y que sí, respeta muchísimo al Tribunal Constitucional e hizo todo lo posible para que sus resoluciones se cumplieran. Pero claro, si el Tribunal se politiza y se equivoca, qué iba a hacer ella sino salvar la democracia. Fíjense si se dejó los cuernos la señora intentando que se cumplieran las resoluciones del Alto Tribunal, que sabiendo (como ha admitido por activa y por pasiva) que el referéndum estaba suspendido, no sólo fue a votar sino que animó a toda la población a que se sumara a la desobediencia.

Qué tiempos aquellos en que Forcadell se veía a sí misma como líder del movimiento nacional independentista y desafiaba a los tribunales españoles porque, después de todo, ellos ya se habían declarado soberanos. Luego pasó lo que pasó, llegó la denuncia de la fiscalía, las imputaciones, las detenciones, y la vehemencia de los autodeterminados se fue resquebrajando. Lo admitió ayer sin despeinarse Cuixart: que al juez Llarena le dijo que se habían columpiado todos pero sólo porque le urgía que el juez le dejara en libertad. Por eso ahora reniega de lo que declaró entonces. Estos son mis principios, sólidos como la historia misma de Cataluña, pero si me pilla un día flojo abjuro de ellos a ver si cuela y el juez me deja marchar. Y todavía se compara luego con Gandhi el Jordi.

Menos de dos meses ya para las elecciones generales y Franco sin desenterrar.

Ahora hay un juez que dice que hay que no se puede levantar la losa hasta que no se haga un estudio de los riesgos que entraña no vaya a ser que a levantarla tengamos la mala suerte de que se le caiga encima a los obreros, sepultándolos a ellos, o se venga abajo la basílica entera al desestabilizarse el conjunto. Celo supremo el del magistrado, que se declara profano en la materia, sobre seguridad laboral y riesgos geológicos y arquitectónicos.

Traducido, y para entenderlo: que un vecino de El Escorial que no quiere que saquen de allí a Franco se ha buscado una excusa para pedir al juez que paralice el proceso y el juez ha llenado cinco folios justificando que, en efecto, lo para. Si el asunto desprende el innegable aroma del sabotaje con bendición judicial es porque, en efecto, de eso se trata. De torpedearle al gobierno los planes para que Franco se quede donde esté. Con la losa de dos mil kilos guardándole.

Miren, es un hecho que el gobierno calculó mal cuando anunció, como si todo estuviera en su mano y fuera a ser algo inminente, la evacuación del dictador del Valle de los Caídos para entregárselo a la familia. Se le puede reprochar eso a Pedro Sánchez: error de previsión, no prever los escenarios que se irían produciendo una vez que diera el primer paso. Pero es todo lo que se le puede reprochar.

La exhumación de Franco no la decidió el gobierno. La decidió, hace dos años ya, el Parlamento. Congreso de los Diputados, el foro donde toma sus decisiones la sociedad española. Hay un mandato del Parlamento que el gobierno está obligado a atender. Lo desoyó Rajoy, partidario siempre de dejar pudrirse los asuntos, y lo retomó Sánchez cuando estuvo en su mano hacerlo. La exhumación cuenta con numerosos detractores por motivos diversos: unos porque la consideran una ofensa al difunto, otros porque siguen siendo franquistas, muchos otros porque no sintiendo la menor simpatía ni por Franco ni por su familia, no ven necesario mover de allí el cuerpo. Pero ninguno de ellos puede negar que la votación del Congreso se produjo.

El gobierno, como todas las instituciones, está obligado a cumplir y hacer cumplir las normas. Si hay que hacer un estudio geológico de Cuelgamuros y llevar cien ingenieros para poder levantar la tapa de la tumba sin que se nos caiga un obrero en el hoyo, pues se hace el estudio y se lleva a los ingenieros. Si no se le exhuma mañana, ni el mes que viene, ni en esta legislatura, será para la siguiente. Pero ahora que la familia ha convertido esto en un pulso al gobierno de España y, de rebote, a su Parlamento, el pulso tendrá que llegar hasta el final. Al gobierno no le queda otra que perseverar. Y la familia Franco haría bien en asumir que la situación es la que es, aceptar la sepultura en El Pardo que el gobierno le ha ofrecido y dejar ya de enredar.