La insidiosa sentencia del caso de La Manada (describir una violación por parte de dos de los tres jueces del asunto y dictar finalmente abuso) es una solución taimada, escasa, difícil de respetar. Nueve años de cárcel es una buena temporada en el infierno, tiempo como para partir por la mitad una vida (aunque más vida le han arrancado a la víctima), pero no se trata exactamente de reivindicar más trullo sino de preguntar qué sucede cuando unos jueces necesitan más pruebas de violencia para entender el terrorífico escalofrío de la violencia que ya ha sido.
Claro que habrá que revisar el Código Penal. Claro que la indignación social contra la sentencia es un paso más en un avance cívico necesario y en marcha al que nadie se podrá sustraer. Claro que falla la Justicia. Claro que otras veces acierta. Claro que hay que revisar desde las bodegas hasta la azotea de las instituciones, de todas. Claro que una violación es siempre atroz, aunque no caiga un golpe ni un grito. Estos meses tienen en España un cierto ramalazo de fin de ciclo. El PP respirando ya por una sola branquia. La lucha feminista en todo lo alto.
Cataluña sin saber responderse a sí misma. Todo lo caduco y lo desechable se parece entre sí. Algo advierte que en la calle hay que seguir zarandeando de nuevo las cosas. Que una sociedad fuerte es aquella que sabe concentrar sus ideas en el presente. Que este es el tiempo de un cambio de agujas donde el feminismo encabeza el convoy. Que no conviene aceptar lo irremediable. Que nosotros, los de entonces, no debemos seguir siendo los mismos.
