El caso es que llevamos tantos años dudando entre el recuerdo y el olvido que no hay manera de enterrarlo. Cada vez que los independentistas (por ejemplo) llaman al resto del mundo 'facha' o 'franquista' es como descorchar una botellita de oxígeno en favor de aquel siniestro caudillo. En la relación de España con la memoria parda de aquellos 40 años no existe normalidad, porque lo anormal fue la existencia del franquismo. Y lo es hoy la financiación pública de su Fundación. Y hasta el caso del esquilmado Pazo de Meirás, que es un patrimonio familiar que no les corresponde.
A Franco conviene olvidarlo como fetiche arrojadizo. Es su legado el que no puede ser alimento de la amnesia. Entre otras cosas sirve para que sepamos de dónde vienen algunas actitudes que afean el paisaje democrático de España. Y, sobre todo, para valorar más y mejor la apaleada democracia que tenemos. Pero aun así, democracia. No se es más demócrata insultando a Franco, pero sí se es más demócrata reconociendo lo que fue, lo que supuso, lo que dañó, lo que no debe ser apaciguado.
Por no sé qué nostalgia envasada existen representantes públicos a los que aún les cuesta decir que ese tipo no sólo es un fantasma remoto, sino un síntoma. En las cunetas florecen amapolas sobre la misma tierra que aún aloja a miles de víctimas de la dictadura. Reivindicar su derecho a una sepultura digna no es política, sino una forma de moral que nada tiene que ver con el rencor ni con el ajuste de cuentas.
Por eso resulta patético escuchar a Puigdemont y su banda despiojarse intelectualmente con esa diligencia de los tronados que reparten títulos de facha a destajo a cualquiera que prefiere no estar cegado con su delirio, da igual de dónde venga. Hoy es 20 de noviembre, Alsina, otro 20N más en el que algunos desnortados aún se empeñan en negar lo de "Españoles, Franco ha muerto", mientras son ellos quienes lo pasean.