Cada vez que necesita un baño de autoridad aprieta el botón nuclear del populismo y reaviva el espíritu territorial de un imperio agrietado. Lo de Putin es el triunfo del humo nacionalista, el malabarismo de las verdades más dudosas y el monóxido de las mentiras químicamente puras.
Sustituyó al frente de Rusia al borracho de Yeltsin. Cualquier cosa parece mejor que un tipo destartalado paseándose por los fastuosos salones del Kremlin mientras la imponente Rusia degeneraba. Putin sabía que para consolidarse en un territorio podrido había que devolver al país el orgullo traspapelado. Y para eso no basta con vencer, sino que el respeto se gana con puño de hierro. Para Putin nunca hay nada que negociar. Todo lo fía a la oscuridad y la intriga. Da igual que seas un espía furtivo o un periodista honesto, si la decisión es liquidarte no existe el paso atrás.
Da igual zamparse un país como Crimea que rociar Siria con miles de bombas por semana. Igual da hackear las elecciones de medio mundo que meter un gusano informático en el corazón de la campaña de Trump. Al final siempre gana Putin manteniendo con su victoria ese clima de paz fría que conjunta con su mirada de chacal. Cada vez que Putin arrasa en las urnas volvemos a depender de un narcisista que tiene por hoja de ruta una zarpa letal y al que llaman salvador cuando en sus mejores estampas se exhibe como enemigo.
Un enemigo con cara de sepulcro. Un presidente estanco que ha hecho del silencio un estilo de gobernar indómito. Se apoya en las medias palabras, el terror y el doble fondo de la amenaza, que es una forma de volver loco al enemigo o al más curtido opositor. Putin siempre sabe lo que piensas. No lo olvides.