Después de la decisión del Tribunal Constitucional de exigir la presencia en el pleno del candidato a presidente, previo permiso del juez Llarena, Puigdemont pide "garantías". Es un golpe maestro, porque si juntas en un folio la palabra garantía y el apellido del prófugo el papel arde y deja un humo de risas que todo lo confunde. La única garantía posible en este asunto concéntrico es aceptar que la condición de estar en busca y captura limita mucho la vida y reduce espectacularmente las garantías, más aún si tienes planes pendientes allá donde te fugaste.
Puigdemont sólo es garantía de pufo, de tocomocho, de zascandileo. Hace tiempo que adquirió esa veta ceniza de los Nostradamus de sí mismos, tan seguros de su aventura que en la expedición arrasan a los suyos. Le costará al independentismo dialogante (que existe) borrar de su currículo el pasodoble fatigoso de Puigdemont.
La ansiedad de un sector secesionista por quitarse de encima al pájaro es extraordinaria, sin esperanza pero con convencimiento. El problema es que aún le queda mercancía para la venta al por menor de participaciones en su arcadia republicana. Que Puigdemont no vendrá a investirse parece claro (su delirio de niño dios se lo desaconseja); más incalculable parece el tiempo que le dejarán seguir enredando con el teatro de cachiporra.
Alguien debe exigirle que se aparte un minuto, tan sólo para que Cataluña despierte del coma inducido y pueda negociar lo suyo (algo habrá) en igualdad de condiciones. Pues lo que ha montado hasta ahora Puigdemont es un desguace donde sólo él no ve la chatarra.