Y que duelen. Duelen duro. O, si no duelen directamente, despliegan un puñado de escarcha por dentro. La aparición del cadáver del niño Gabriel dispensa un desamparo en quienes somos adultos desde hace ya demasiado. La cara de su madre en estos días, esquelética, huérfana de hijo, buscando en ella al niño infinito que pasó por su vida, pero que ya no encuentra.
Esa imagen de la madre consumida es terrible. Esa madre sin hijo porque se lo han matado. Esa madre sin brújula, sin premeditación y casi ya sin llanto. El frío será el compañero helado de su vida. El rostro de esa madre no tenía que ser el que ahora tiene. Lo ha perdido todo para siempre. El daño feroz de esa mujer de Almería exige pararse a pensar.
No por solidaridad, sino por espanto. Sólo le quedará un vago recado de consuelos, que son la máscara que se pone a la nada. Durante dos semanas, esa mujer habló a su hijo por las teles desde otra muerte que no es la suya. Eso es como decir que la ha fulminado su violentísima ausencia. Un monstruo ha sido capaz de acabar con una infancia, que como todas las infancias siempre está de por sí perpetuamente amenazada.
Cuando algunas noticias se cumplen conviene dudar de la especie. No dejarse llevar, pero dudar un poco. Esta mujer de Almería, de cerca de Níjar, está bebiendo a morro del terror. Y no hay explicación posible, ni sociologías, ni informes forenses, ni psiquiatras de oficio capaces de remendar el ruido de la risa que ya falta.
Los ojos que miran por debajo de un flequillo. La brutalidad de no tener la mano mínima y dulce de un hijo. De no tenerla y sin porqué. De no escuchar su ruido de párvulo para nunca. Porque alguien lo ha... Ya sabes. Qué asco es todo a veces, ¿verdad?.