He de confesar que me estoy construyendo en casa una especie de altar de magia negra. De solo nombrar las figurillas que los representan os vais a estremecer, pero ya sabéis que estoy doctorado en exorcismos y que no me asusta la materia oscura.
Espero que no me descubran el templo doméstico. Ni las velas que lo iluminan. Reconozco que algunas imágenes son estremecedoras. No me atrevo a enseñárselas ni a los amigos más cercanos. En cualquier momento podría producirse una redada.
La presión me obliga a hacer la confesión. Prefiero liberarme del sentimiento de culpa. Y lamento de antemano que a los oyentes les pueda irritar o avergonzar las figurillas que conforman esta especie de belén pagano. Pagano, desordenado y arbitrario.
Acepto las acusaciones de brujería y de idolatría. Reconozco que estas la adoración a estas figuras reflejan una relación oscura con la memoria y con la trascendencia. Y creo que ha llegado el momento de prenderle fuego al altar, aunque me va estremecer observar como arden los ídolos.
Ya sé que los libros se consumen a 451 grados farenheit. ¿Y las estatuillas? No lo sé, pero no descarto a posibilidad de triturarlas. Convertirlas en polvo. O reciclar los materiales y hacer con mis propias manos un monumento a Greta Thunberg y colocarla encima de la televisión. Mejor no, que ahora las televisiones son planas y podría parecer que la he arrojado al abismo.
Confieso, pues, que en mi altar de magia negra hay una figurilla que representa a Cristóbal Colón. Hay otra de Curro Romero, disculpadme. Y una de George Washington. Y otra de Indro Montanelli. Y una más Woody Allen.
Iba a incorporar la de Fray Junípero Serra, pero he cancelado el envío de Amazon y me han dejado sustituirlo por un artilugio magnífico que permite hacerse la lobotomía en casa.