Sorprendía ponerle cara a los voces. Y se agradecía la ausencia de publicidad, del mismo modo que Santiago Amón agradecía que no hubiera límites a sus intervenciones. Un hombre no ya culto, sino sabio. Tan sabio que en lugar de hablar inglés, hablaba latín y griego antiguos. Leía la Eneida de Virgilio como quien hojea el catálogo de IKEA.
Podría desprenderse de este retrato una figura de incienso y altivez, pero Santiago Amón era un hombre muy ameno. Buen torero de salón. Futbolista ambidiestro que llegó a militar en el Palencia. Y maestro de la dialéctica. Y de la oratoria, como demostraban sus conferencias sin papeles ni fisuras. Un conversador que se movía no tanto en círculos como en espacios cuadrados, como si estuviera recorriendo el perímetro de un stoa ateniense o de un claustro.
Fraile pudo haber sido. Y director de orquesta le hubiera gustado ser, a mí me parece, pero una y otra posibilidad hubieran malogrado su dimensión filantrópica de humanista. Santiago Amón estimuló la ética y la estética de quienes le rodeamos y de quienes le escucharon. Nos dio a todos las llaves de la Biblioteca de Alejandría. Y lo hizo con bonhomía y calidez. Qué divertido era Santiago Amón. Y qué privilegio fue aquel de visitar el Prado a su lado. De compartir la enésima despedida de Antoñete. Y de visitar la calles de Madrid, escuchándole incluso mascullar que había que demoler o volar la Almudena. No por anticlericalismo, sino por la aberración urbanística que representaba el horrendo complejo catedralicio.
Hablo de Santiago Amón porque se cumplen mañana 30 años de su muerte. Me gustaría decir que sigue vivo, pero si siguiera vivo, no lo echaría, no lo echaríamos, tanto de menos.