Arvo Pärt, premio BBVA de Fronteras del conocimiento, es un compositor sospechoso. No entre los melómanos ni entre los cinéfilos, pero sí entre sus muchos colegas de oficio. Que recelan de su éxito. Y que establecen una relación patológica entre la vanguardia y la popularidad, de forma que Pärt simboliza para la ortodoxia atonal y hermética un fenómeno musical en permanente estado de cuarentena.
Los prejuicios provienen, probablemente, de la carrera experimental del compositor estonio, unas veces proclive al serialismo y a la música aleatoria, mientras otras, sensible a la polifonía renacentista, equivocándose y acertando hasta encontrar un lenguaje minimalista, depurado, predispuesto a la espiritualidad, arraigado en las facultades metafísicas de las lenguas antiguas. Especialmente el latín, cuyo poder escénico y teatral ha permitido a Pärt invocar el impulso místico y emular la conciencia patrimonial con que Verdi renovó la música y la palabra escénica: "Permitámonos mirar al pasado para conseguir el progreso".
El aforismo retrata la dialéctica de Pärt y redunda en su reputación de compositor consagrado, aunque la paradoja del maestro estonio, barbudo como un patriarca, consiste en que su música es más conocida que identificada. Y que esperan en la butaca los títulos de crédito, sino de los espectadores que lo han escuchado pasivamente mientras asistían a 'La gran belleza' o a 'Los amantes de Pont-neuf', de forma que la mala reputación de Pärt entre sus colegas intransigentes ya sólo tiene pendiente la indecorosa concesión de un Oscar.