El debate agotador de la bandera cobra vuelo el 12 de octubre porque son fechas muy señaladas. Y porque Casado ha pedido a sus compatriotas que la cuelguen en los balcones. Colgarlas con cariño, se entiende. Y se entiende más todavía la competición con Rivera para llevarse el título del mejor español del año. Porque no se contentan con el del mejor yerno.
No estamos tanto en los tiempos del patriotismo como en los del patrioterismo. Y no es lo mismo; como no es igual la sensibilidad que la sensibelería, el gótico que el neogótico o el original de la caricatura. Está muy bien sentirse español y orgulloso de la bandera, pero no con el mensaje subliminal de España para a los españoles, de forma que la bandera, vuelvo a acordarme de Abascal, no sería tanto un símbolo de emoción colectiva como de exclusión ajena. Yo soy español. Y tú no.
Añadamos que las nacionalidades son un accidente. Que no hemos elegido el suelo donde nacimos. Y no lo digo para renegar de él, sino para relativizar el orgullo identitario. Y para prevenirnos del patrotismo kitsch, del sentimentalismo y la impostura. Me gusta la bandera española, sobre todo cuando no me la restriegan en la cara ni la convierten en pretexto de la agotadora propaganda nacionalista.