El museo de los indultados es el corredor de la buena conciencia, el corredor de la vid para entendernos. Imaginaos qué sucedería si ardiera entero, el museo. Y qué sería del subconsciente de la sociedad valenciana, pero no creo que haya razones para justificar ni disculpar estas fiestas de la desmesura.
Todo los contrario. Las Fallas representan la mejor expresión humana del derroche, del exceso, del énfasis lúdico que nos distingue de los demás mamíferos. Las Fallas son la exaltación de la inutilidad. Y no las estoy cuestionando. Todo lo contrario. Lo superfluo, lo innecesario, el arte, para entendernos, nos significa como humanos. No comemos solo para alimentarnos. No hacemos el amor solo para reproducirnos. Y no hacemos deporte solo para mantenernos en forma.
Trataba de explicárselo de regreso a un matrimonio de incrédulos orientales. Trabajar un año entero en una escultura gigantesca para luego convertirla en llamas. Y les decía que la Luna hace lo mismo. Y que lo hacen Brahama, Visnu y Siva. E sol en el horizonte. Morir y resucitar. Por eso las fallas arden en primavera. Y por eso la mascletá, la armonía del ruido, e ruido en armonía, emula el temblor telúrico. Y convierte en diversión colectiva el placebo de la guerra.
El ruido y el fuego representan la catarsis. Esta es una fiesta de purificación. Y no me refiero al efecto purgante del alcohol, sino a la posibilidad de convertir en llamas nuestras pesadillas. Exorcizarlas. Hacer vudú con ellas. Por eso Putin va a arder y a arder hasta convertirse en cenizas.