Procedo, claro, al indulto póstumo de Violetta Valéry. Y lo extiendo a los melómanos que van a congregarse en las funciones de julio, sobre todo porque les aguarda una severa disciplina de medidas profilácticas.
Tantas son y tan explícitas que más que ir a la ópera parece que vamos al quirófano. Que si el termómetro, que si los geles antisépticos, que si las mascarillas, que si las distancias de seguridad.
Bien lo saben los cantantes, distanciados en sus respectivos cuadrantes. Bien lo sabe el maestro Luisotti. Es él quien dirige las funciones en una urna de plexiglass. Y no estoy exagerando, pero tampoco exagero si digo que la música de Verdi se derrama por el foso y consigue calentar el Teatro, incendiar las pasiones y despojarlo del preservativo.
El Real es el primer gran teatro de Europa que se atreve a abrir. Por eso las medidas de higiene y profilaxis han tenido que extremarse. Y por la misma razón hay tantas butacas ocupadas como vacantes.
La nueva normalidad se parece demasiado a una distopía de Huxley, ir a la ópera sin tocarse, convertirla en un baile de máscaras esterilizado, pero la música de Verdi es capaz de calentar y de conmover hasta los corazones de hielo, no digamos cuando agoniza Violetta Valéry con la voz de Marina Rebeka.