La pira en la que arde Domingo ha adquirido unas dimensiones desproporcionadas, aunque el escarnio general y la destrucción de su estatua difícilmente se explica sin su contribución al akelarre. Cada comunicado, cada declaración, cada aclaración terminan convirtiéndose en bidones de queroseno.
Domingo se ha sumado a la propia conspiración, pero la torpeza de su línea de defensa y la ferocidad de sus adversarios no contradicen que haya sido condenado no ya sin juicio, ni siquiera sin una denuncia en un tribunal.
El veredicto lo ha dictado la opinión pública y ha consistido en la anulación de su carrera, de su obra y de su memoria.
Le quitan las calles que llevan su nombre.
Lo evacuan de los centros musicales.
Y es posible que se le terminen arrancando las cuerdas vocales.
No ha existido la presunción de inocencia ni ha terminado de comprenderse que el informe del famoso sindicato de actores le responsabiliza de comportamiento inadecuado, de haber flirteado, de haber hecho propuestas sexuales fuera y dentro del trabajo.
Es difícil encontrarle una equivalencia penal a las conductas del libertino, pero la sociedad ha convenido que Plácido Domingo es un depredador sexual, un acosador y hasta un violador. La historia lo terminará absolviendo, porque Domingo es uno de los mayores cantantes de la historia, pero no vivirá para comprobarlo. Como no vivió entre las llamas la gitana maldita del Trovador, de aquella pira, el fuego horrendo.