El adolescente en cuestión se ha mimetizado con el confinamiento. Dicen las estadísticas que sus coetáneos han incrementado un 80% el consumo de internet. Y que los adolescentes transcurren delante de las pantallas entre ocho y diez horas diarias.
Debe tenerse en cuenta que los horarios incluyen las clases on line, pero no contabilizan la promiscuidad de la chavalería con las pantallas. Pueden tener operativas tres o cuatro a la vez, de manera que estoy pensando en aconsejarle al allegado adolescente la posibilidad y la oportunidad de convertirse en controlador aéreo.
Trato de decirle que retome una cierta normalidad. Que salga con sus amigos. Y que se atreva a traspasar el umbral de una manzana. Hay vida allí fuera, le digo. El mundo no acaba en el supermercado. Y me responde que prefiere esperar unos días. No por miedo al contagio, sino porque el hábitat del confinamiento se ha convertido en el líquido amniótico.
Me dice el doctor Fuertes, psiquiatra oficial de Espejo Público, que no dramatice, que el fenómeno se le llama síndrome de la cabaña. De la caverna, añado yo. He expuesto el caso a mis propias amistades. Y no sé si me ha tranquilizado o preocupado la proliferación de ejemplos similares. Empiezo a sospechar que la realidad virtual para mi allegado adolescente es la calle, la vida exterior. Y que la habitación donde se ha confinado dentro del confinamiento es la auténtica realidad, menos cuando tiene verdadero hambre y organiza una escaramuza en la nevera.