De hecho, el propio dibujante francés reconocía en el gigante una especie de álter ego. Se nota porque estrechaba la mano con la energía de un boxeador, como si te la fuera a triturar. Y, porque de un modo u otro, el personaje de Astérix era el equivalente correoso e intelectual de René Goscinny.
El «hermano» murió inesperada y prematuramente en 1977, pero la letra escrita hasta entonces había forjado y decantado la naturaleza de las ubicuas criaturas. Uderzo se limitó a prolongarla cuando los agoreros pronosticaban que los galos no sobrevivirían a la desaparición del guionista. Se equivocaban.
Fueron son nueve los álbumes que Albert Uderzo concibió en solitario. Y cuatro más los que Jean-Yves Ferri y Didier Conrad han creado después de su retirada, otra vez siguiendo el impulso original de los primeros creadores.
Las aventuras de Astérix se han traducido a 110 idiomas y llevan vendidos 400 millones de ejemplares. Tantos como el catálogo de Ikea o como la Biblia. Será porque sus creadores encontraron el misterioso principio de la universalidad en una aldea asediada por los romanos. Que están locos. La cordura la ponía Uderzo en su conversación. Hablaba con un timbre cálido, abaritonado. Sonreía con facilidad e inteligencia, cuando lo conocí y entrevisté.
Y llevaba puesto un reloj cuyo precio y destellos estaba a la altura de su famosa colección de ferraris.
Es un guiño a sus orígenes italianos. Una conjura ruidosa a la pobreza que pasaron sus padres y él mismo. Eran emigrantes de la región veneciana. Y venían de un pueblo, Oderzo, que Albert ha convertido en la seña de identidad de su apellido. Sólo había que modificar la primera letra. Tan fácil como pintar la nariz hiperbólica de Obélix.