Ha sido la forma de disociarlos. El único medio que ha permitido despejar a Álvaro de Luna de la sombra del bandolero. Y de todos los rasgos que lo acosaban. Porque Álvaro de Luna no era rudo ni basto, ni bruto ni montaraz, ni primitivo ni salvaje.
Era un tipo complejo, sofisticado, versátil, a quien el cine, no así el gran público, redimió con un centenar de series y películas. Trabajó a las órdenes de Montxo Armendariz. Estuvo entre las manos de Sergio Leone. Proporcionó al cine de Mario Camus un emocionante pasaje de melancolía en El prado de las estrellas.
Nada que ver con la navaja, las patillas y el trabuco, pero a Álvaro de Luna le perseguía el Algarrobo como el cobrador del frac. Lo acosaba y lo devolvía a la sierra. Es la tragedia de los actores vampirizados con un solo personaje. Le pasó a Antonio Ferrandis con Chanquete. Y no porque fuera una relación de décadas, como la de Imanol Arias con el señor Alcántara.
Curro Jiménez se prolongó únicamente entre 1976 o 1978, pero lo hizo en la euforia de la democracia y en la hegemonía de la primera cadena. Álvaro de Luna era un ídolo de masas, aunque encontraba sus espacios de escapatoria. Haciendo ejercicio en la ciudad universitaria. Allí nos lo presentó a la progenie mi padre. O conversando afablemente en el café Gijón, sobre todo cuando El Algarrobo se iba al cuarto de baño.