'El último tango', y el primero, estuvo prohibido durante el franquismo. Había que cruzar la frontera para verla en Perpiñán y comprar mantequilla en el supermercado. Quiere decirse que la hostilidad de la dictadura a la obra maestra de Bertolucci se habría reanudado ahora con los clichés del machismo, el heteropatriarcado y el corsé de las obligaciones pedagógicas.
Bernardo Bertolucci tuvo enormes dificultades para estrenar 'El último tango'. Sobrepasó la oposición de los productores, de los censores. Tuvo que comparecer en los tribunales, no por la apología de la violación, sino por la ferocidad transgresora de una película que exploraba los límites del sexo, la muerte, de la muerte y el sexo en una dialéctica sórdida, poderosamente estética, desgarradora, desesperante.
Hoy no podría estrenarla. El neopuritanismo, el femenismo dogmático, la sumisión de la sociedad a la corrección, habrían neutralizado el menor atisbo de una proyección abierta. Bertolucci ha sido condenado al pelotón de los maltratadores. Una ridícula purga retrospectiva que amenaza la memoria de los cineastas que se desempeñaban con tiranía en los rodajes. Que se preparen Elia Kazan y Hitchcock. Que se preparen Kubrick, y Lars von Trier.
El sarcasmo póstumo de Bertolucci consiste en que ha logrado la unanimidad. El rechazo del oscurantismo de los moralistas antiguos y nuevos. No se me ocurre mejor epitafio.