El procedimiento es la castración mental. Se trata de convertir la mascarilla sanitaria en la alegoría de la mordaza intelectual. Se nos tapa la nariz y la boca. Pero también los ojos y los oídos, para preservarnos de los contenidos que no nos convienen.
Estas cosas antes las hacían las dictaduras. Y amagan con ellas algunos gobiernos homologables, pero no le ponen mucho empeño porque ya se ocupan de censurar a conciencia los grandes y pequeños productores culturales.
Ahí tenéis al patrón de HBO, descatalogando Lo que el viento se llevó. Y atribuyendo el sacrificio al bien de la sociedad, preservándola de una película que, según él, incide en la apología del racismo. Ya veréis el tamaño de la pira que puede organizarse, desde el Anábasis a las películas de John Wayne.
Más las sociedades se globalizan, más desarrollan un modelo de corrección que degenera en oscurantismo. La pacatería y el puritanismo se han convertido incluso en rasgos de la progresía. Y no tanto de los gobernantes como de los intelectuales y productores que se sienten obligados a consolidar un canon paternalista.
Al ciudadano se le infantiliza. Se le despoja de la capacidad crítica. Se le somete a una dieta hiperglucémica, no vaya a pensar por sí mismo ni a discriminar a titulo particular el límite de la realidad y de la ficción, la frontera entre la obra de arte y la responsabilidad histórica.
El inquisidor posmoderno no viste con sayo ni exhibe medallas. Desarrolla su oficio no solo confortado en el ejercicio del bien, sino convencido de que la censura le conviene a la sociedad.