Madrid |
Reconozco que parezco un pastor mormón entre paganos. Rubén Mormón. Y admito incluso que mi represalia a Doña Manolita proviene de mi intransigencia hacia los ritos navideños. Con excepción de uno: las vacaciones.
Me gustan mucho, pero no soy de aquellos que aspiran a sufragarlas confiando su destino a los niños de Sal Ildefonso. Víctimas ellos mismos de la manipulación con que se los convierte en criaturas benefactoras. Fingen repartir millones. Disimulan esparcir dinero y esperanza, pero la realidad es que la lotería no toca.
No, no es verdad que la lotería caiga en Palencia o en Alicante, como acostumbra a decirse en esta tentadora identificación de la ciudad y la administración que ha repartido un número.
La lotería no cae muy repartida, sino muy restringida. Y la lotería no tapa agujeros. Que ese es el oficio de los enterradores. La lotería tapa los agujeros del Estado y los oídos de los telespectadores.
Es el latrocinio oficial. No ya porque el Estado induce la ludopatía, sino porque vampiriza a los jugadores incluso cuando ganan. Se les cobra un impuesto del 20% después de haberséles sometido a una estafa piramidal.
La lotería es un cuento de Navidad, un ejercicio de ficción. Un placebo que nos hipnotiza en el movimiento circular del bombo. Y una decepción anual cuyo principal remedio es apostarlo todo a la lotería del niño. Yo te maldigo Doña Manolita.