Está adquiriendo esta sección de los indultos una cierta megalomanía. Venimos de indultar al Papa y procedemos ahora al indulto de Trump, cuyas habilidades políticas y propagandísticas -valga la redundancia- explican que haya convertido el escarmiento del coronavirus en una prueba de su extraordinaria salud.
Ha derrotado la enfermedad como si fuera un simple resfriado. Y ha decepcionado a quienes ya lo imaginaban entubado y agonizante. Haciéndole pagar con su vida o su agonía la gestión catastrófica de la crisis sanitaria en Estados Unidos.
No vamos a decir que la convalecencia de Trump se haya tratado con transparencia, pero es una vieja costumbre de los gobernantes la estrategia de ocultar a la opinión pública las condiciones de salud. Se diría que un rey, un papa o un presidente identifica la salud propia con la de la patria.
Por eso Putin no hace otra cosa que presumir de facultades físicas. Y por la misma razón el misterio de la salud de los pontífices consolidó un viejo aforismo vaticano: la salud del Papa es impecable hasta que se muere.
Trump no es ajeno a la incertidumbre que ha originado su convalecencia. Ni a las quinielas que ya le buscaban sustituto, como si estuviera a punto de morir. Él mismo no quiso apiadarse de Hillary Clinton cuando la candidata demócrata se desmayó en un mitin neoyorquino.
Y exhibió su parte médico, Trump, presumiendo de melena sansoniana y de unas hechuras de estibador irlandés que ahora se han visto comprometidas por la vulnerabilidad del coronavirus. No importa. Trump ha convertido la enfermedad en un reality show. Y puede conseguir incluso convertirse él mismo en la respuesta ejemplar al Covid19.
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