Madrid |
No hace falta hacer demasiada memoria para evocar su faceta de monologuista. Cuando rapeaba y derrapaba. Cuando se vestía con indumentaria de show, más allá del cubata invisible. Y cuando prodigaba en el escaño sus mejores gags provisto de atrezzo. La camiseta reivinicativa temática. Aquella impresora, aquellas esposas.
Ha mutado Rufían. Se viste con más decoro. Ha estilizado su figura. Esmera la barba. Y se ha ido despojando de los clichés del antisistema. Porque se vive muy bien en el sistema. Y porque el sistema termina normalizando o domesticando a las furias que aspiraban a derrocarlo.
Ahí tenéis el chalé de Iglesias. Y la trivialización de Abascal. El parlamento ha engullido a los inococlastas y a los rebeldes, más allá del cinismo con que unos y otros celebran las suculentas mensualidades.
Ha cambiado Rufían. Y no solo porque se vive muy bien en Madrid de diputado. También porque se ha retirado Tardá. Que era su contrafigura seria. No podían ser iguales los dos portavoces. De modo que uno ejercía de payaso triste y el otro lo hacía de payaso alegre.
Necesita ahora Rufián una suerte de portavocía híbrida, pero se diría que lo ha poseído un abrumador celo institucional. Quería pactos. No quería elecciones. Ha llegado a defender la estabilidad de la nación. Incluso ha frenado el furor independentista. Porque por encima de todas las causas prevalece la bandera de la izquierda.
No me fío de Rufián. Tanta mesura, tanta responsabilidad, se malograran en cuanto la justicia haga justicia con los artífices del procés. Y entonces asistiremos al día de la bestia.