Tiene uno sus razones para abominar de 'Verano azul', incluso sus motivos para haber celebrado la muerte de Chanquete. Y no creo que fuéramos una minoría quienes interiorizamos un liberador "ya era hora" cuando trascendió la noticia del fallecimiento del viejo sin mar. No ya porque se trataba de un personaje empalagoso y desmesuradamente costumbrista, sino porque la muerte de Chanquete predisponía a la extinción de 'Verano azul'. Desprovista de la referencia patriarcal y de las prosaicas lecciones de vida que la muchachada aprendía en el puto barco, se adivinaba que la serie también agonizaba.
Fue 'Verano azul' una obra de repostería sentimental y un ejercicio de buenismo y de pandillsmo angelical a la que bien podría realizársele una severa e inquietante autopsia: ¿Dónde estaban los padres de esas criaturas? ¿Había una subtrama de especulación inmobiliaria costera? ¿Incurrían el marinero y la pintora en comportamientos inconscientemente pederastas? ¿Fue Chanquete asesinado?
Quizá estamos confundiendo la pátina opusina de 'Verano azul' con una novela oscura de Chirbes, pero entiende uno legítimo vengarse o resarcirse 40 años después de aquella serie nefasta, en la sintonía pegadiza de Carmelo Bernaola, en la ingenuidad aventurera de las tramas y en la construcción de estereotipos: el rubio y el moreno, la guapa y la fea, el gordo y el flaco.
Porque los niños de entonces no sólo veíamos 'Verano azul' en las limitaciones de la primera cadena y el UHF. También jugábamos por obligación a 'Verano azul', de forma que la asignación de papeles se imponía desde la semejanza física. Y como quiera que yo fui un niño gordo -entonces se utilizaba el adjetivo "fuerte" como eufemismo de la obesidad-, sucedía que me llamaban Piraña. Y me preguntaban cuánto pesaba. Y anidaba en mí un ejercicio de resentimiento y de vudú precoz que contribuyó seguramente a precipitar desde el deseo la muerte de Chanquete, pues debíamos ser bastantes los niños para quienes 'Verano azul' fue el peor verano de nuestra vida.