"Joder, es que no sabía que iban a matarlo ese día", objetaba Otegi. ¿Y que hizo él para evitarlo? ¿Ese día o cualquier otro? A Miguel Ángel Blanco lo mató despiadada y técnicamente el etarra Txapote, pero fue un crimen coral al que no puede sustraerse Otegi.
Así es que hemos de agradecerle que nos haya perdonado la vida a los demás. Y que haya abjurado del terrorismo, aunque sea, muchas gracias otra vez, considerándolo un argumento precursor, necesario y hasta heroico en el camino de la independencia.
Los años que han pasado en prisión no han sido una expiación ni un escarmiento, sino un pasaje de iniciación, de continuidad narrativa en la armadura del lehendakari. De la cárcel a la jefatura del Gobierno. He aquí los extremos de una misión que Otegi equipara a la pasión y gloria de Mandela. Por esa razón salió de la cárcel de Logroño, acordaos, reivindicando en su maleta de expresidiario la bandera... de Sudáfrica.
Parece un gag, una parodia, un esperpento, un sarcasmo. O lo serían si no fuera porque la vampirización arbitraria, nauseabunda, de la memoria de Madiba presenta todos los síntomas de la construcción de un nuevo mito artificial. Otegi habría asumido el tormento carcelario como el sacrificio por la libertad del pueblo. Y habría comprendido en prisión que su martirio de salón abriría el sendero hacia la independencia. Y que Miguel Ángel Blanco sería un episodio más de la trama libertaria.
Otegi no sufrió el apartheid. Trató de imponerlo. No estuvo con las víctimas. Se alineó con los verdugos. Y ahora que la prisión ha hecho de él un hombre nuevo, dignificado como aspirante al trono de lehendakari, reciclado en filántropo por estricto cálculo político, hemos de agradecerle que esté dispuesto a perdonarnos la vida.
Me parece muy bien que sus partidarios se hayan tatuado el número de preso de Otegi. Pero espero que lo hagan en la nuca. Su sitio es ese.