Le sorprende a él mismo, en efecto, que se le pretenda convertir en caballo blanco y solución mesiánica. Y que se le pretenda rehabilitar políticamente ahora como el hombre de consenso y de clarividencia.
Tanto hacía falta un discurso entusiasta, integrador. Y tanto parecía necesario eludir el camino del miedo, de la psicosis, que a Borrell lo hemos convertido en Cicerón. Un papel sobrevenido que le sorprende con 70 años. Y que no quiere ni se cree, menos aún cuando entre los entusiastas proliferan sus antiguos enemigos.
Fue Borrell ministro y quiso ser presidente del Gobierno. Se le hizo la cama en la quimera de la bicefalia. Y se le mantuvo bajo sospecha, más todavía cuando decidió oponerse al establishment susanista y apostar por el caballo de Pedro Sánchez cuando cotizaba en las apuestas más bajas.
La amnesia y la emergencia del Estado han relativizado las querellas. Se diría que Borrell ha salido de un casting. Catalán y europeísta. De izquierdas. Ingeniero en lo técnico y político en lo práctico. Más carismático de cuanto pensábamos algunos. Y menos envenenado e histriónico que sus colegas de la casta senatorial socialista. Ya escuchamos aquí a Alfonso Guerra.
Borrell abjura del buenismo. De la equidistancia. Porque no es igual la mala fe del malechor que la negligencia de la autoridad. Quiere decirse que sobran los mediadores. Empezando por él mismo. Y ya lo advirtió el lunes en declaraciones a mí mismo: Puigdemont transitaría de la tragedia a la comedia.
Borrell se ha cansado del papel del eterno aspirante. Y ahora que se le atribuye un papel oracular en la crisis de todas las crisis, pues muy humanamente, le cuesta trabajo identificar a los idólatras, los desesperados, los impostores y los oportunistas.