El fútbol ha emprendido una obscena deriva. Y no vamos aquí a recrearnos en el moralismo ni en la demagogia del dinero que pueda moverse en un rectángulo de hierba, pero si en la anomalía que han introducido los nuevos magnates. Oligarcas rusos, sátrapas pérsicos, emperadores chinos e imitadores occidentales han adulterado el mercado hasta convertirlo en una carrera de egos. No de futbolistas, sino de presidentes.
Es la razón por la que las estrellas terminan convirtiéndose en munición mercenaria. Y no se produce nunca el tiempo que requiere la identificación de una hinchada con el fervor a un mito. Messi es una excepción, también en ese ámbito, pero casi todos los demás fenómenos -ahí tenéis a Neymar- terminan convirtiéndose en propaganda itinerante.
El último caso es el de Coutinho. Que no tiene el glamour de una figura idólatra, pero sí un valor de mercado que pondera su cualificación de centrocampista vertical. Y que lo expone a unas presiones descomunales.
Tiene algo de mefistofélico que a uno lo tasen por mucha reputación que implique el fútbol en su noción lúdica y religiosa. Tantos son los 160 millones -tantos- que podría plantearse si el el Barça ha pagado 160 por Coutinho el futbolista o por Coutinho el ser humano. O por los dos a la vez, los pies, la cabeza y el alma. No ya constriñéndolo a justificar el precio, sino obligado, atención, a sustituir a... Iniesta.