Es el viaje que ayer emprendió Eduardo Arroyo para enterrarse en la tierra leonesa de Robles de Laciana. Que no fue donde nació, Arroyo era madrileño, pero sí donde encontró su centro de gravedad, después de haberse disipado como un artista cosmopolita.
Cosmopolita y polifacético. Arroyo fue la reencarnación de un príncipe renacentista. Un hombre sabio no ya que ejerció la pintura, la escultura, la poesía, la escenografía, la narrativa y el pensamiento, sino que las relacionó entre sí como las escamas de la misma rosa. Una perspectiva integral del mundo y de las cosas que redundó en su inconformismo.
Exiliado en París, bohemio, trabajador, Arroyo fue un activista sin megáfono.Subordinó la protesta a la ironía y la inteligencia del pincel y de la pluma. Fue incómodo e inconformista. Y presumía de gustarle el boxeo y los toros como extremos de su frustración artística. Ya le hubiera gustado a Arroyo pintar con sangre.
Y era un dandi. Vestía con elegancia. Hablaba con clarividencia. Incluso ahora, cuando la batalla contra el cáncer le había engendrado una afonía que nunca llegó a acomplejarlo. Nunca un Arroyo había sido tan fértil ni caudaloso. La propia muerte le sorprendió con los pinceles en la mano. Pintaba de noche en su estudio un extraño cuadro de submarinos naufragados.
Literaria, librescamente, diríamos que era un presagio de su propia muerte. Pintura inacabada de una obra homogénea, identificable con la tensión de la narración figurativa y con la estética pop. No trunca al artista la muerte. Las obras de Arroyo ya estaban colgadas en los grandes museos del mundo. Sólo le faltaba un epitafio que ya le había escrito Ibsen, sin saberlo ninguno de los dos:
Vivir es pelear con brujas
En la cordial y mental bóveda.
Crear es: conservar la espada
De Damocles sobre uno mismo.