Tiene 46 años, anotemos en todo caso. Y va camino de cumplir tres décadas de alternativa. Porque Ponce fue un niño prodigio -debutó en público con 15 años-, aunque es más relevante, mucho más, que se haya convertido en hombre prodigio.
Ponce consigue hacer faena a todos los toros. Como si fuera un fraile franciscano. Se diría que habla con ellos. Que los susurra. Y que los termina seduciendo con la muleta hasta adormecerlos, templarlos. Al malo y al bueno. Al bravo y al manso. A la alimaña y al boyante.
Tan lejos ha llegado su maestría que Ponce está muy cerca de elevarse al rango de los sabios sufíes que tañían el laúd sin laúd. Habían superado la dependencia del instrumento. Veremos un día a Ponce triunfar sin toro ni espada.
Porque levitar, ya lo hace. Observad como casi todas las tardes termina marchándose de la plaza sin pisar la arena. Lo llevan en volandas. Hasta el coche o hasta el hotel, familarizándolo con la evanescencia. Despojándolo del oro del vestido en la expectativa de la fertilidad.
Ponce estuvo allí. Está allí. Estará allí. Pasan los años, las figuras, las modas, los animalistas. Y Ponce permanece. Como el reloj del ayuntamiento, como el ángelus de las 12, como el rompeolas del espigón. Apolíneo. A veces cursi o redicho. Otras clarividente.
Y perfeccionista. Tan perfeccionista que todavía no ha consumado la faena perfecta. Por eso no se puede retirar. Por eso no se va a retirar nunca.