Fernandito no tiene la edad ni de ser aprendiz, pero se le hace una excepción en la Escuela de Tauromaquia porque su entusiasmo trasciende todas las restricciones y porque se ha convertido en una suerte de mascota. Un torero en miniatura, tan pequeño como su muletilla y su capotillo. Todo es diminutivo en Fernandito menos sus sueños.
Y le tienen cariño sus compañeros. Mayores que él. Los hay que se han puesto delante, como se dice en el argot de la profesión. Y los que esperan a hacerlo pronto, sugestionados en la experiencia de torear de salón cada tarde sobre el albero de Las Ventas.
Es donde han encontrado acomodo, no está mal, porque el Ayuntamiento de Madrid les cerró la Escuela. Y la Comunidad la recuperó, proporcionando a 70, 80 chavales un lugar donde entrenarse y formarse a condición de aprobar los estudios.
Y he dicho chavales, pero hay una chavala también. Ucraniana de Ucrania. Que se ha propuesto ser figura. Y que se ensimisma con el capote como si fuera un derviche en estado de trance.
Ha sido una buena experiencia visitar la Escuela, percibir a los torerillos jalearse entre sí, sustraídos de una sociedad inodora, incolora y aséptica que debe considerarlos alumnos de una madrasa, precoces monstruos toricidas, extremistas.
Y extremistas son porque están dispuestos a morir lejos de toda retórica. Que se lo digan a Carlos Ochoa. Ya se ha graduado de novillero. Ha toreado en Las Ventas. Y decidió que iba a ser torero para vengar la sangre de su amigo, de su hermano, Víctor Barrio.