Estamos hablando de baloncesto, señores. Estamos hablando de la NBA. Y estamos hablando de un personaje hosco y carismático. Frío de lejos. Cálido de cerca. Se nota su pasado militar en las fuerzas aéreas estadounidenses. Y la disciplina que adquirió en el telón de acero y en la guerra fría, pues Popovich desempeñó misiones delicadas en la Unión Soviética y en Irán.
Un patriota de padre serbio y de madre croata. Y un entrenador de consecuente sentido estratégico. Popovich juega al baloncesto entre la trigonometría y la táctica militar. Hace prevalecer el equipo sobre el individuo. Sabe adaptarse al enemigo, a las transformaciones y hasta a las revoluciones, se llamen Jordan o se llamen LeBron.
De otro modo, no llevaría 21 años en el banquillo de Texas. Ni habría ganado cinco veces el anillo de campeón. Ni habría demostrado su erudición no ya en el basket, sino en la geriatría. Popovich descubrió a sus jugadores el elixir de la eterna juventud. El caso de Tim Duncan es el más elocuente porque se retiró en la plenitud a los 40 años, pero puede decirse lo mismo de Tony Parker, de Manu Ginobili y hasta de Pau Gasol, cuyos 37 años parecen ingrávidos al lado del autoritario entrenador.
Autoritario y mutante, pues el juego de los Spurs, solidario, obsesivo en la defensa, y hasta europeo en su idiosincrasia colectiva ha oscilado del control a la creatividad, más o menos como si el cabello blanco y las arrugas, miméticas de la vejez de Donald Sutherland, hubieran demostrado a Popovich que ha llegado la hora de jugar al baloncesto como si sus gigantes de espuelas de plata fueran niños en el patio del colegio.