Rubén Amón indulta a Iván Fandiño: "A la muerte no la engaña la muleta más lúcida ni el capote más templado"
No hay toros pequeños, mucho menos cuando su ferocidad la disimula un diminutivo. Provechito se llamaba el toro de Ibán, con B, que mató a Iván, con V.
Y lo hizo en una placita, Aire-sur-l'Adour, pero tampoco hay placitas. Ni pueblecitos, aunque no habiten más que 6.000 vecinos en este municipio del sudeste francés que ya forma parte del martirologio de la tauromaquia y que ahueca el tributo de un monumento de bronce.
Los toreros suelen morirse en los pueblos, se llamen Talavera, o Pozoblanco, o Colmenar, como si el destino quisiera sorprenderlos con la guardia baja. Quizá confiándose a una enfermería precaria. O a las curvas de una carretera tortuosa que malogre en su vaivén el derecho del último milagro.
No pudo hacerse nada con Iván Fandiño cuando la ambulancia se precipitó en el hospital de Mont de Marsan. Se le había escapado la vida. Y lo había sabido él mismo cuando los compañeros lo recogieron de la arena después de haberlo abatido Provechito. Qué nombre tan simpático para un toro tan cabrón.
"Que se den prisa que el cuerpo se me escapa", le decía Fandiño a su compañero Thomas Duffau. Que hizo el paseíllo con él como lo hizo Jarocho, banderillero de confianza del matador vasco, pues vasco era Fandiño, pero también banderillero de Víctor Barrio cuando un toro le partió el corazó.
No son metáforas ni alegorías. Ni partirse el corazón ni jugarse la vida. Asumen los toreros, en su misterio eucarístico, la gravedad de nuestras expresiones coloquiales. Y a la muerte no la engaña la muleta más lúcida ni el capote más templado.
Que se lo digan a Iván cuando quiso adornarse con Provechito. Ni siquiera era su toro, pero sí era su día. Y su plaza. Y su río. Adour significa destino en francés antiguo. Y Fandiño ha cruzado la orilla. Ha dejado de ser hombre. Ha empezado a ser dios. Ya lo escribía Talavante: el cobarde muere mil veces, el valiente solo una.