La estrategia le ha resultado contraproducente. Y el lema "Juana está en mi casa" se ha demostrado el enésimo ejemplo de la efímera corpulencia de las causas que entretienen nuestra conciencia. Tantos somos Charile unas horas como apadrinamos unos minutos a las niñas secuestradas de Boko Haram.
Todos fuimos el perro Excalibur -bueno, todos no- y muchos han emprendido como propia, aunque sea un rato, la causa de Juana Rivas. Las lágrimas de la madre han ejercido de argumento embriagador, incluso ha estado cerca de consolidarse la versión primaria de la narrativa victimista: la justicia arrebata a una madre los hijos y los entrega a un marido maltratador. Que encima es italiano, de tal forma que la guerra de género -madres impecables contra padres descarriados- se añade al factor patriótico y recrudece la visceralidad del caso hasta convertirlo en una parodia de Fuenteovejuna.
Y las cosas y el caso no son realmente así, pero Juana Rivas y sus enloquecidos asesores jurídicos se han puesto a jugar con el desprestigio de la justicia, la sensiblería social y el recurso inagotable del machismo, entretejiendo un ardid temerario que pone en entredicho el estado de derecho nacional e internacional.
Y cuyo resultado es exactamente el contrario al buscado. Huir de la justicia, escapar con los hijos, sustraerse a las decisiones judiciales son ahora las razones por las que Juana Rivas ha amontonado los delitos que van a alejarla de la patria potestad y de la custodia. Y nadie se acordará de ella cuando transcurran una semanas.
Y las camisetas donde puede leerse Juana está aquí estarán al fondo del armario, con los fetiches de la solidaridad del calentón y de la demagogia.