¿Qué bandera escogemos entonces? Tranquilidad, no voy a imponer aquí la bandera rojiblanca. Que es demasiado restrictiva y está arrugada de tantos lagrimones. Tampoco la de la ONU, que está desfigurada de utilizarse con tanta negligencia. Ni la bandera de la Cruz Roja. Que me gusta, es verdad, pero que sugestiona la sensación de una permanente emergencia.
Hay banderas muy bonitas estéticamente, como la de las Azores. Pero cada vez que se airea aparece Aznar atusándose los cabellos. Y hay banderas aspiracionales. Como la francesa, como estadounidense, pero vamos a esperar cuatro años, o acaso ocho, antes de pedir la green card.
La bandera del aguilucho, vade retro, la ha resucitado el torero Padilla, vade retro, como quien resucita a los grises en esta nostalgia frivolona o temeraria del franquismo. Cuántas veces ha a aparecido la esvástica estos días, no para reivindicar el nazismo, sino para incurrir en la barbaridad de compararlo con el movimiento indepe de Rufián, cuya bandera es la de Freedonia.
Y no se me ocurren grandes ideas. Me ha gustado mucho la bandera pirata porque es honesta. Y más todavía, la del damero con que se decide la victoria en los premios de Fórmula 1 -qué tiempos, Fernando Alonso-, pero tampoco uno la siente conmovedora. Obliga demasiado a competir. Y a apurar las curvas.
Quizá la mejor bandera sea la verde. Y no me estoy refiriendo al tendido 7 de Las Ventas. Ni a Hamas. Me estoy refieriendo a la que ondea en las playas y que tanta satisfacción proporciona a los bañistas. Aquí la tenéis. Una bandera perfecta.
Y... un poco limitada de uso. Es una bandera estacional. Pero hay dos banderas que perduran todo el año. Y que apenas he visto en esta guerra iconoclasta. Y que representan la mejor solución, como quedó claro en la mani de Barcelona. Una es la senyera. Otra, la bandera de la Unión Europea.