He de decir que retomo la idea incendiaria que ya sostenía mi padre, don Santiago Amón, cronista de la villa y promotor entusiasta de una campaña que aspiraba a dinamitarla. O de forma oficial o de manera clandestina, naturalmente sin feligreses dentro.
No existe un templo más alejado de los fieles que la Almudena, en sentido conceputal y en sentido físico. Es una catedral fría, gélida, que no mira a la ciudad y que se asoma a un precipicio, como si estuviera a punto de precipitarse. A ver si termina suicidándose la catedral.
Y es un pastiche arquitectónico indescriptible, una aberración de épocas y de estilos que merecería trasladarse piedra a piedra a Las Vegas. Digamos que es una enciclopedia del horror. A a Almudena no se va a encontrar la fe, se va a perderla.
¿Qué estoy queriendo decir? Pues que si no hay otro remedio a la exhumación de Franco y a la inhumación en el espacio catedralicio, no se me ocurre otro lugar para concluir la tragicomedia que enterrar al caudillo en este engendro urbanístico.
Sería el viaje póstumo túnel del terror, del horror y del feísmo. Conducir a Franco del monumento más opulento, hortera, siniestro, megalómano de España, el Valle de los Caídos, para alojarlo en la cripta de una monstruosidad arquitectónica. Qué mejor lecho para el reposo del dictador que esta escombrera.