La vergüenza es la que describe Primo Levi en sus reflexiones. Y alude al rubor existencial de estar vivo mientras tus hermanos, todos tus hermanos, murieron. Preguntarte qué hiciste para estar vivo. El apostolado consiste en vivir para contarlo. Hacerse mayor y recordar, no sólo el número con que fueron herrados los presos, sino las aberraciones que se cometieron.
Porque existe el peligro de olvidarse. Lo sabía Simone Veil, nuestra indultada, aunque el indulto parezca aquí una frivolidad, más aún cuando a ella la indultó se verdad la kapo de Auschwitz donde ella recaló con 16 años.
Y nunca supo por qué le había perdonado la vida, cuando esa mujer, Stenia se llamaba, conducía los rebaños al matadero. Se apiadó de Simone Veil. Quizá porque era hermosa. O porque necesitaba demostrarse humana alguna vez.
Ha muerto de vieja Simone Veil, de muy vieja. Y ha dedicado su vida no sólo a recordar, sino a revolucionar, como prueba su beligerancia política en favor del aborto, del divorcio, de los derechos de las mujeres.
Ella lo fue, mujer, y dijo sentirse privilegiada. Porque la respetaban, le hacían caso. Y porque le concedían la devoción que acostumbra a prestarse a quien ha resucitado de entre los muertos, por mucho que Simone Veil fuera humana. Tan humana que no resistía hacer la cola en una panadería -imaginen el motivo- ni podía desnudarse en presencia de otras mujeres. Le habían extirpado la intimidad.
Nunca se explicó Simone Veil por qué le había perdonado la vida. Nunca se desquitó del trauma del superviviente. Lo que si hacía fue evocar aquel ritual mágico supersticioso que improvisó al llegar a Auschwitz. Roció su cabello y su cuerpo con un perfume francés. Por coquetería, por rebelión. Y como si aquel frasco de Lanvin contuviera una loción de supervivencia.