Por la fuerza. Por la valentía. Por el carisma. Y por la eficacia con que ha ido realizando también sus trabajos. No es que LeBron haya sometido al león de Nemea ni haya capturado al jabalí de Erimanto. Tampoco, es verdad, ha robado las yeguas de Diomedes ni ha matado a la Hidra de Lerna, pero el monstruo que ha venido a vernos, como diría Guillermo Giménez, acaba de alcanzar su octava final consecutiva de la NBA y lleva en sus dedos de acero tres anillos de campeón de la NBA. Uno de ellos conseguido en la pista intratable de los Warriors.
LeBron James es un héroe a la antigua usanza. Por su aspecto barbudo. Por su fisonomía estatuaria. Y por la resiliencia con que ha encajado sus derrotas. Cada cicatriz lo ha hecho más fuerte. No es invulnerable. Se ha demostrado humano, pero también ha liderado empresas imposibles. Un camino de perfección que ha rebasado las ataduras del espacio y del tiempo. Ha cumplido 33 años, es verdad, pero las estadísticas lo han llevado a un nuevo hito: más puntos que nunca, más rebotes, más asistencias.
Y es un activista. LeBron desafía el vuelo ingrávido de Michael Jordan llevando sobre sus espaldas el tabú del número 23, pero lo ha sobrepasado en la implicación política y en la responsabilidad de la militancia, hasta el extremo de convertirse en símbolo de la discriminación racial y en antagonista de Donald Trump.
Somos testigos. Es el lema comercial con que LeBron se transforma en marca, pero también el privilegio de haber conocido su dictadura.