Pero no me estaba saludando. Tampoco me estaba haciendo una peineta. Me estaba diciendo que aminorara la velocidad. Y no porque la de mi scooter fuera temeraria, sino porque me prevenía el motero, muchas gracias, de un cruce vigilado por la Guardia Civil.
No me estoy indultando a mí mismo, que no es la primera vez, sino a los conductores de scooter en nuestra falta de prestigio. Nos parecemos, creo, a los sujetos que llevan una zodiac en el mar. Los marineros se saludan entre sí en sus barcos de vela, pero desprecian las lanchas neumáticas, igual que los moteros recelan de los scooters.
Me lo demostró el viaje por carretera que decidí emprender este fin de semana. Viaje breve, prudente, porque llevo poco tiempo con el scooter, pero expuesto, el viaje, a la altivez de los moteros de alta cilindrada. Y agradecí el gesto que me advertía de la benemérita en posición de multa, pero me hubiera conmovido ese saludo sutil con que los moteros se saludan y se reconocen a sí mismos. Tribu de liturgias propias. Y refractaria a la profanación del scooter.
Debemos parecerles vendedores de pizza a domicilio, reguladores de aparcamiento, mensajeros, pijos urbanitas. Saben que un scooter ni siquiera necesita carnet. Ni tiene marchas. Ni respeta las leyes de la aerodinámica.
Por eso, los conductores de scooter tampoco alcanzamos la categoría de tribu propia. Nos falta glamour, personalidad, rituales, indumentaria, uniforme. Y no nos saludamos con la mano. Porque sabemos que estaríamos haciendo el ridículo.
Así es que la única forma de sentirnos moteros es cuando nos bajamos. El casco, los guantes, la chupa reforzada. Y los andares de John Wayne. Aparcando nuestro scooter entre una Harley y una Honda, ningún viandante duda de nuestra épica.