Es una gran paradoja, un escarmiento. El presidente xenófobo sobrepasado por la fama de una cónyuge eslovena. Y no es que sea difícil tener mejor imagen de la que representa el mamarracho de Trump, pero Melania ha logrado al mismo tiempo despojarse del estigma del florero, de la top model clueca.
La observamos incluso como nuestra cómplice en la Casa Blanca. Y nos gustan sus gestos de despecho y hasta de desprecio que le prodiga al marido. Cuando le reprueba sus modales de pistolero. Cuando le retira la mano y la mejilla.
Es como si la señora Trump hubiera sentido como propia la campaña Free Melania. Liberad a Melania. Y como si hubiera encontrado entre compatriotas y extraños un camino de solidaridad. Una especie de agente doble. Que se resiste a habitar en la Casa Blanca. Y que ha celebrado la victoria de Donald más que nadie porque ha sido la manera de quitárselo de encima, más allá de las obligaciones inevitables.
Una de ellas era el primer viaje internacional, pero Melania lo ha sabido convertir en una exhibición de su cosmopolitismo. Porque habla idiomas. Porque bromeó con el Papa. Y porque corrigió con la mirada y con los gestos la altanería de su esposo.
Tiene escrito Catón que los hombres gobiernan el mundo. Pero que son las mujeres las que gobiernan a los hombres. Podría tratarse del caso de Trump y Melania, de forma que Donald sería el anciano Ken Brillos en manos de la eterna Barbie.