Sucedió en la clausura de las últimas elecciones catalanas -septiembre de 2015-, precisamente cuando la euforia del mitin, el fervor de su gente y la cercanía de Pedro Sánchez en el escenario precipitaron que el líder del PSC desatara las caderas con la música de "Don`t stop me now".
Iceta traspasaba el umbral del hábitat catalán y adquiría la reputación de político extravagante. Corría el riesgo Iceta de "degenerar" en su propia caricatura bailona, pero le han prevenido el oficio y la intuición del político currante que ya había recorrido el escalafón de abajo a arriba.
El sobrecargo del avión, disciplinado en la abnegación de un trabajo constante y discreto, se ha transformado en el comandante de la nave. Y no parece dispuesto ahora a despojarse de los galones, entre otras razones porque su principal cualidad profesional - se la reconocen hasta los mayores adversarios- ha consistido en el arte de la negociación y en la flexibilidad característica de un político "florentino" e íntegro.
No hay manera de relacionar a Iceta con la corrupción ni de reconocerle ambiciones estrafalarias. Viene de buena familia. Se dedica a la política por vocación. Trabaja mucho y madruga poco. Y es homosexual.
Mencionarlo debería revestir el mismo interés que su equipo de fútbol o que su colonia favorita, pero la omertà y la hipocresía de la sociedad española convirtieron en un acontecimiento que el actual líder del PSC confiara su condición sexual en un mitin celebrado hace 17 años en Barcelona.
Gay, bajito y gordito. Así se definía Iceta hace unos días, remarcando una suerte de carisma al revés, una réplica catalana de François Hollande, paradigma del hombre cualquiera. Y si Hollande fue presidente de Francia, ¿por qué Iceta no va a serlo de Cataluña? No, no le detengáis ahora, que ha empezado el baile.