El pelo azabache. La vitalidad de su carcajada ingenua y picarona a la vez. Y la sensación de que se había instalado en sus cincuenta y tantos años. Cuando era joven también, pero más aún cuando era mayor. Por eso nos ha sorprendido que estuviera hospitalizada y que hubiera cumplido 85 años.
Tuve ocasión de frecuentarla hace poco en su ático de los aledaños de Sants. Ocupaba un gran sitial de terciopelo porque no podía moverse, pero ejercía su poder escénico y su carisma, rodeada de más recuerdos que personas, absorta por el escarnio público.
Y no me refiero solo al anuncio de la Lotería, sino al prosaísmo de sus delitos fiscales. Que agudizan el revanchismo social porque igualan a los mortales, desposeen a los divos de su posición jerárquica, aunque la Caballé no fue ajena a su propia caricaturización. La fomentó por necesidad o por debilidad, conspirando contra su propia leyenda.
Y la leyenda es inequívoca. Caballé es un fenómeno extraordinario de la ópera del siglo XX. Una de las mayores intérpretes, de las más versátiles, de las más dotadas. El disco aporta muchas evidencias al respecto, pero el monstruo se desencadenaba en escena. Y engendraba sesiones de histerismo y de delirio, en su exquisitez y en su dramatismo.
Gorda y a mucha honra, me decía en aquel encuentro. Porque había pasado hambre y no la volvería a pasar. Y porque las túnicas que la revestían la convertían en una diosa que se mecía en el columpio de las cuerdas vocales.