No, no voy a indultarlo. El problema es elegir a quién, más allá de la vaca sagrada de Rato. Y hacerlo con cierta objetividad, aunque es difícil sustraerse a los sentimientos. Tengo debilidad por Arturo Fernández, no el actor, sino el empresario de hostelería que utilizaba la tarjeta black en sus propios restaurantes. Un mecanismo autoretributivo que evoca a su vez un hermoso aforismo mafioso: una mano lava la otra.
Y eso es lo que aprendieron a hacer los consejeros en una especie de megalomanía consumista. Rodríguez Barcoj se gastó 16.000 euros en una noche de farra, pero seamos comprensivos con él porque no era cualquier noche, sino la noche de fin de año.
Megalomanía decía, y micromanía también, pues los consejeros no perdonaban una llamada telefónica, unas aspirinas, un café en el Vips, un ejemplar del Marca. Lo cuál no contradice que Miguel Besa dispusiera de la tarjeta mágica para abatir unos hipopótamos en el lago Tanganica antes de abatirse a sí mismo como un cazador cazaso.
Tenía superpoderes la black, como la criptonita. Los consejeros la utilizaban para comprar lencería y lámparas, masajitas filipinas y vinos de enjundia, pero también recurrían a ella para sacar dinero cash.
Y es entonces cuando declaro mi admiración y mi fascinación y mi indulto a Moral Santín, consejero de Izquierda Unida que inventó la modalidad de atraco nocturno al cajero con número secreto. Y repitiendo la maniobra una y otra vez de madrugada con el virtuosismo de un pianista ruso.
Indultado queda usted. Sarcásticamente, pero menos sarcásticamente que el lugar en que han quedado su moral, su santidad y sus apellidos: Moral y Santín.