Ha resucitado más veces Sánchez que Rafael Nadala. Y ha logrado convertir tanto las derrotas como las victorias en un ejercicio de resistencia, hasta el extremo de postularse ahora como inquilino de la Moncloa.
La hipótesis se antojaba cómica, ridícula, cuando lo desahuciaron de su partido y cuando se convirtió en pastor mormón a bordo de su Peugeot constipado, pero Sánchez ha encontrado siempre razones para reencarnarse.
La militancia lo ungió secretario general contra el sistema. Y la autodestrucción de sus enemigos, o sea, los gangsters de Génova y los nuevos ricos de Galapagar, han cooperado para devolverle la oportunidad de convertirse presidente del Gobierno.
Entiendo muy bien vuestra estupefacción. Y la incredulidad que os provoca el predicado: Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, así es que la posibilidad de suceder a Rajoy subordina las anomalías del camino. Y la temeridad que implica pactar con los partidos soberanistas.
Sánchez va a hacer la vista gorda. Y podemos hasta entenderlo. Comprenderíamos incluso que la sopa de letras que requiere su investidura -PSOE, IU, ERC, PdeCat, CC, PNV, UPN, NC, FA, EH- podría incluir el voto de tres bedeles, un camarero y una taquígrafa. Incluso conceder la independencia a Euskadi y Cataluña a cambio de llegar a la Moncloa.
No importa cómo. Ni hasta cuándo. Ni de qué manera. Importa el qué. Y el qué consiste en que Pedro Sánchez Pérez Castejón puede convertirse en presidente del Gobierno de la nación sin la necesidad de ser diputado pero con la necesidad de que los tomemos en serio.