No significa que careciera de sentido del humor. Todo lo contrario, Roth se desempeñaba con audacia en la ironía y en el sarcasmo. Era cruel, feroz. Y su literatura de autopsia social procuraba el efecto de un balonazo en la cara cuando no te lo esperas. Un impacto. Incluso una agresión, de forma que sus pastorales requerían un periodo de convalecencia.
Quiere decir que Roth te acompañaba como una sombra después de visitarlo. Y te colocaba en el umbral de la insignificancia. No por superioridad, sino por la descripción de la miseria. La suya, en primer lugar. Quienes lo acusan de machista, o de homófobo, parecen ignorar que Roth abjuraba de los hombres y de las mujeres, de los judíos y de los gentiles. Abjuraba de sí mismo. Y hasta del éxito que ha engendrado su literatura.
Muy americana en su corpulencia e intensidad, pero muy universal en los desasosiegos comunes. Por eso se han adaptado al cine tantas de sus novelas. Y ha pretendido extrapolarse sin demasiado éxito la claustrofobia piscológica de sus personajes. Roth hablaba de sí mismo para hablar de todo lo demás. Y lo hacía desde una dolorosa lucidez.
Visionario a su pesar, la ucronía de La conjura contra América relaciona la victoria de Hitler con la irrupción de un presidente americano xenófobo, aislacionista y proteccionista. Era Lindbergh, pero las comparaciones con Trump son tan oportunas que el actual anfitrión de la Casa Blanca rescató del repertorio supremacista del aviador un lema que Roth ha convertido en epitafio de su patria: América primero.